En este artículo —el primero de los dos dedicados a la narrativa durante la Dictadura— asistiremos a la resurrección de la novela española tras la barbarie bélica. A partir de los años iniciales de la década de 1940, la narrativa española comenzará una carrera de velocidad para intentar alcanzar a los países del resto de Europa (Francia, Reino Unido e Italia, principalmente). Los movimientos, las tendencias y las generaciones de narradores se sucederán de manera ininterrumpida desde la publicación en 1942 de La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela, auténtico pistoletazo de salida para esta carrera donde la intelectualidad española pretendió (y lo consiguió) subirse al tren de la Modernidad, hasta el fallecimiento del dictador Franco, que coincidirá con el inicio de la denominada Nueva Novela española propiciada por el éxito de público y crítica de La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza.
No exageramos si afirmamos que son cientos de volúmenes los dedicados al estudio y análisis de distintos aspectos en torno a la narrativa de estas casi cuatro décadas (1939-1975). Algunos de ellos se centran en las diversas tendencias novelísticas que fueron aflorando con el paso de los años: novela existencial, tremendismo, novela social, etc. Otros hacen hincapié y organizan sus páginas siguiendo un orden generacional: autores de la generación del 36, autores de la generación del 50, etc. Los hay que abordan la novela de postguerra centrándose en la biografía de los autores más destacados, y en la profusión de las obras que publicaron durante estos 36 años: Camilo José Cela, Miguel Delibes, Ana María Matute, Juan Marsé, etc.
Cada una de estas tentativas nos parece tan legítima como cualquier otra. Y nosotros también podríamos abordar el estudio de la narrativa de estos años si tomáramos como referencia una de ellas. El mayor inconveniente que hallamos —y en el que es inevitable caer— es que estas clasificaciones de la materia a estudiar se convierten en una nómina de autores y títulos que confunden al estudiante y al lector; el análisis se ve abocado a una sucesión bastante farragosa de fechas y nombres que recuerda las ya casi extintas guías telefónicas. Como ya hemos dicho, es casi imposible escapar de esta sensación. Una sensación reforzada por la ingente cantidad de novelas que se publicaron, sobre todo a partir de la década de los 60, cuando las leyes de Educación se enfocaron hacia una alfabetización total de la ciudadanía española, que consiguieron a mediados de la década de 1970.
Nosotros hemos querido enfocar el estudio de la novela de este periodo —crucial para comprender la actual narrativa española— desde una perspectiva cronológica, pues entendemos que los membretes de “tendencias” o “generaciones” son etiquetas creadas y colocadas por críticos y estudiosos con el afán de clasificar las novelas que se publicaron durante todos estos años, es decir: unas etiquetas a posteriori que, en cierto modo, distorsionan nuestra interpretación de la obra pues nos alejan de lo que debió de sentir el lector que, por vez primera, abrió y leyó uno de estos volúmenes. Y es que la realidad no suele ser así: la escritora que crea su novela en la soledad de su estudio y que luego tiene la satisfacción de verla publicada y exhibida en el escaparate de una librería, no toma la pluma o la máquina de escribir con la intención de pertenecer a tal o cual generación, o de incluirse en una tendencia o moda determinada. Su primera necesidad es la de expresarse, la de vaciar sus sentimientos, sus temores, sus alegrías, sus dudas sobre el folio en blanco. Lo que viene después —¡lo que vino después!— ya no le pertenece.
Por este motivo hemos decidido estructurar el presente artículo siguiendo la cronología marcada por la sucesión de unas fechas que juzgamos cruciales, puesto que imprimieron, por diversos motivos (y no exclusivamente novelísticos), una huella imborrable en el devenir y el desarrollo de la novelística española de la segunda mitad del siglo XX.
En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.
El Generalísimo Franco.
Burgos, 1º Abril 1939.
Y así concluían casi tres años de atrocidades y furia. Sin embargo, no había llegado la Paz, sino la Victoria; y los vencedores se apresuraron a labrar los campos yermos que habían dejado a su paso y plantar una nueva simiente que, al fructificar, justificase su sublevación.
El Ministerio de Educación, pilotado por la Falange y la Iglesia Católica, tuvo mucha prisa en comenzar a formar a las nuevas camadas de adeptos al régimen dictatorial recién instaurado y, por ello, crearon un plan de Estudios con afán de dirigismo cultural, con la idea del revanchismo y la falsificación de un pasado inmediato y la glorificación de unos tiempos lejanos e imperiales con los que el nuevo Régimen pretendió absurdamente compararse. La enseñanza laica por la que había apostado la II República desapareció bajo la férrea disciplina de una enseñanza que pretendía formar personas respetuosas con los dogmas católicos, donde el asomo (aunque mínimo) de libertad de pensamiento se veía castigado y cortado de raíz.
En mayo de 1938, en plena contienda, regresan los jesuitas a nuestro país (del que habían sido expulsados unos años antes) con el firme propósito de avalar la sublevación militar. La guerra civil pasará a considerarse como "lucha sagrada”, “cruzada de los soldados de Dios” contra “el comunismo destructor y la revolución antidivina”. Unas ideas que, tras la contienda, continuarán apareciendo en los libros de texto y las proclamas del Dictador y sus adláteres con la intención machacona de calar en la mente de los indecisos y de los infantes.
Sin embargo, los ideólogos de los vencedores recibieron una bofetada tremenda de la realidad: el país era un erial en todos los aspectos, desde el económico hasta el social, pasando por el cultural. Si escaseaba el pan, ¿quién iba a preocuparse por la cultura? Además, el grado de analfabetismo, contra el que había intentado luchar infructuosamente la II República, era enorme —en 1940 ascendía al 25%: seis millones y medio de una población de 26 millones— y provocaba un panorama culturalmente desolador.
No obstante, y tal vez con la ilusión de que el futuro fuera benévolo con ellos y de que las generaciones venideras apreciaran sus obras, hubo un grupo de autores que no tuvieron ningún reparo en publicar sus narraciones. Fueron estas unas obras maniqueas y de escasísima calidad literaria, donde primaba la justificación de la Victoria frente a las “hordas salvajes de las tropas rojas”. Son autores y títulos que el tiempo se ha encargado de olvidar, y que no nos resistimos a escribir puesto que, en muchos casos, los títulos hablan por sí solos: Raza, de Jaime de Andrade (pseudónimo que ocultaba al mismísimo Caudillo quien, entre firmas de sentencias de muerte, tenía tiempo de novelar); Madridgrado, de Francisco Camba; Se ha ocupado el kilómetro seis, de Cecilio Benítez de Castro; La fiel infantería, Rafael García Serrano; La ciudad sitiada, de Jesús E. Casariego; Cada cien ratas un permiso, de Pedro Álvarez. Obras que afortunadamente el tiempo ha sabido poner en su lugar: el olvido.
Hacemos nuestras las palabras de Sanz Villanueva refiriéndose a estas novelas de los vencedores: «lo que predomina en aquel primer periodo es una tónica de exaltación política y de incontinencia belicista que convierte a aquellos relatos en pasionales testimonios, pero no en obras de arte estimables».
Es decir, aunque los fusiles han dejado de disparar (salvo en los pelotones de fusilamiento), la guerra se ha convertido ahora en una cuestión ideológica que debe justificarse. Vacuo y pobre intento: los que compraron esos libros y los leyeron fueron, en su inmensa mayoría, aquellos que habían apoyado la sublevación y que, desde sus posiciones de privilegio, podían permitirse la compra y el consumo de cultura. El resto del pueblo se dedicaba a evitar la muerte por delación o hambre, mientras reconstruía sus hogares y sus vidas.
Un grupo de escritores, que calificaremos como veteranos, volvió a reiniciar, con dudas y algún que otro tropiezo, su carrera literaria. La vorágine bélica se había deshecho de Unamuno, Antonio Machado, Muñoz Seca, García Lorca, Ciges Aparicio y Miguel Hernández, entre los nombres más destacados. Cientos de intelectuales habían optado por el exilio: Cernuda, María Zambrano, Salinas, Altolaguirre, Rosa Chacel, Chaves Nogales, Max Aub, Carmen Conde, Sender, Gómez de la Serna, Juan Ramón Jiménez, Ayala, Arturo Barea... Y los que se habían quedado es de imaginar que todavía estaban conmocionados. Los ancianos Azorín o Baroja, por ejemplo, rondaban los 70 años y su esplendor literario ya estaba en franco declive. El autor guipuzcoano apenas publicaría media docena de novelas hasta su muerte (1956) y se dedicaría a la elaboración de sus memorias, Desde la última vuelta del camino (siete tomos). Por su parte, Azorín se centraría en artículos inocuos e inofensivos sobre el cine —que se convirtió en la última de sus pasiones; quién sabe si como un refugio para evitar la realidad sórdida que lo envolvía—. Los dos jóvenes anarquistas de la Generación del 98 habían devenido en meras sombras que el Régimen exaltó como una manera zafia de contrarrestar la escabechina cultural que había provocado. Más joven era Pérez de Ayala; sin embargo, se parapetará bajo un silencio pétreo y no va a publicar nada: la última de sus novelas, Tigre Juan, había visto la luz en 1926.
Y si a este panorama tan desolador unimos la vigilancia de la censura, no nos resulta difícil imaginarnos el yermo cultural que predomina en el país[1].
Santos Sanz Villanueva se pregunta:
¿Qué leyeron los narradores noveles de los cuarenta y qué información poseían acerca del género? Innumerables declaraciones corroboran su desconocimiento y la imposibilidad de acceder a obras que hubieran enriquecido su modo de escribir. Y semejante clase de noticias aportan los recuerdos no ya de aquella generación trastornada en su desarrollo normal por la guerra, sino también de la inmediata posterior, sus descendientes, los jóvenes del medio siglo, lo cual es aún más revelador. Estos muchachos de los años cincuenta vivieron todavía en una inopia literaria bastante grande .y la superaron con serias dificultades. Mil testimonios tenemos de ello. No hace falta traer muchos a colación, basta con rescatar algunos recuerdos. Un detalle para nosotros de relieve impagable llamó la atención a Carmen Martín Gaite a su llegada a las aulas universitarias en Salamanca: una aureola de misterio rodeaba a un estudiante y ese prestigio se debía a que poseía el Ulises. No fue un caso excepcional, rareza propia de aquella apartada ciudad castellana, porque otro narrador de una promoción semejante, Antonio Martínez-Menchén, hace una observación idéntica […]: «Entre nosotros, los adolescentes aspirantes a escritores, se producía una auténtica conmoción cuando conocíamos a un joven avanzado que tenía el Ulyses».
La propia Carmen Martín Gaite nos cuenta:
Yo misma, aun cuando me considerase informada de bastantes cosas, no tenía ni idea de lo que pasaba con la novela contemporánea y los futuros prosistas, aquel grupo de amigos y coetáneos de Ignacio Aldecoa en que me vine a ver incorporada a mi llegada a Madrid, andaban como a tientas, partiendo de cero, hechos un puro tanteo, sin atreverse todavía a pasar del cuento […] descubriendo por libre, por separado y, las más de las veces, por casualidad a narradores acreditados en otros países.
El muestrario podría ser infinito. Cerramos esta sección con la desoladora estampa de aquella época que trazó el novelista Manuel Ferrand en 1974, en su Carta abierta a un españolito que viene al mundo, donde el adanismo y la desinformación son las características más relevantes (y reveladoras) de aquella primera postguerra.
Hijo, si yo te contara que, para estudiar Filosofía y Letras, llegué a una Universidad donde en clase de Literatura no se mencionaban ni a García Lorca, ni a Hernández ni a Juan Ramón Jiménez ni a Rafael Alberti... Si yo te dijera que hasta no ser graduado no supe de la existencia de León Felipe, Cernuda o Madariaga... Los libros de todos estos, y los de tantos otros más que son figuras capitales de la cultura nuestra, no estaban en las librerías ni siquiera en las bibliotecas, sino en algunas muy contadas. Que en la clandestinidad fui leyendo, y que luego, a toda prisa, para recuperar el tiempo perdido, tuve que ponerme a borrar ese lastre de ignorancia y deformación que me venía impuesto. Librerías sin Unamuno, sin Valle-Inclán, sin obra alguna de escritor que no fuera muy de derechas.... ¿Te imaginas? ¿Te lo imaginarás cuando seas mayor? Ojalá no. Tuve una universidad de risa, y sálvese quien pueda, que a dos profesores salvo, nada más que a dos. Unas revistas de risa también, o de lágrimas. Un cine del que no te quiero hablar y un ambiente, en fin, desolador e increíble.[2]
Un joven autor gallego, Camilo José Cela, publica a finales de 1942 una novela que va a convertirse en el resorte, la piedra angular o, si se quiere, la lanzadera desde la que va a despegar la novela española. Leída hoy La familia de Pascual Duarte no podemos dejar de preguntarnos cómo semejante obra —trufada de crímenes, violaciones, muertes truculentas; escrita con un estilo directo que se propuso mostrar los aspectos más degradantes de la conducta humana— obtuvo el beneplácito de la censura y ser publicada. El autor, que tiene en ese momento 26 años, pertenece al estrato de los vencedores y, en cierto modo, es un privilegiado en un país donde quien más y quien menos camina, con difícil equilibrio, por la cuerda floja del hambre y la prisión. Aunque con los años el autor se defendiese de las acusaciones de delator o de afecto al régimen, lo cierto es que Cela pertenece, en esos años, al Partido Falangista y, además, trabaja como censor. A ello hay que unir que el escritor —al que siempre se le consideró dotado de una amplia y adaptable inteligencia— supo cómo presentar la novela para evitar el ojo crítico de sus compañeros censores. Emulando y homenajeando al Lazarillo y a tantas otras obras, La familia de Pascual Duarte se nos presenta como la narración real de un condenado a muerte que, desde su celda, mientras espera la hora en que ascienda al patíbulo y sufra los rigores del garrote vil, desmenuza en primera persona su vida y todo el cúmulo de tragedias que la rodearon y que, desde su más tierna y horrible infancia, lo han conducido a la situación en que se halla. Dicho documento manuscrito fue hallado por el autor.
Encontradas, las páginas que a continuación transcribo, por mí y a mediados del año 39, en una farmacia de Almendralejo —donde Dios sabe qué ignoradas manos las depositaron— me he ido entreteniendo, desde entonces acá, en irlas traduciendo y ordenando, ya que el manuscrito —en parte debido a la mala letra y en parte también a que las cuartillas me las encontré sin numerar y no muy ordenadas—, era punto menos que ilegible.
Quiero dejar bien patente desde el primer momento, que en la obra que hoy presento al curioso lector no me pertenece sino la transcripción; no he corregido ni añadido ni una tilde, porque he querido respetar el relato hasta en su estilo.
La añagaza del autor apócrifo, tan recurrente en la literatura con obras tan señaladas como Don Quijote o el Lazarillo, por ejemplo, sirvió a Cela para, de algún modo, guardarse las espaldas contra posibles reprimendas censoras. Otro acierto del autor que le permitió salvar los rigores de sus compañeros en la vigilancia del recato y la protección de los ideales franquistas fue la localización temporal de la novela, pues esta se desarrolla principalmente durante la II República. Si el gobierno republicano era capaz de acoger a psicópatas asesinos como el protagonista, ¿puede extrañar a alguien que los pundonorosos militares no iniciaran un movimiento de “salvación”?
La familia de Pascual Duarte inauguró el denominado Tremendismo que tuvo menos seguidores de lo que pudiera parecer, sobre todo porque las triquiñuelas de Cela no sirvieron, en otros autores, para engañar a la censura y, también, porque la crudeza del lenguaje y la descripción sin maquillaje de la novela tocaron las fibras más sensibles de los lectores. La maestría del autor convirtió este horripilante drama rural en un estudio psicológico y sociológico sobre la influencia del determinismo genético y social en el individuo, frente al libre albedrío. Pascual Duarte responde a los problemas que le surgen al paso única y exclusivamente con la violencia.
Cela, en el prólogo a su novela Mrs. Caldwell habla con su hijo (1953), comentaba el origen del término «tremendismo» y, además, sus palabras describían un país donde el término “éxito” hay siempre que considerarlo desde una perspectiva peculiar.
En La familia de Pascual Duarte quise ir al toro por los cuernos y, ni corto ni perezoso, empecé a sumar acción sobre acción y sangre sobre la sangre y aquello quedó como un petardo. Los novelistas de receta, al ver que había tenido cierto buen éxito, el cierto buen éxito que pueda tener un libro en un país donde la gente es poco aficionada a leer, empezaron a seguir sus huellas y nació el tremendismo.
Con la llegada de la democracia y la omnipresencia de la televisión en todos los hogares españoles, Camilo José Cela se convertiría en una figura popular por sus apariciones en tertulias y diversos programas. El hombre-espectáculo ayudaría a afianzar el hombre-novelista al tiempo que, por otro lado, menoscabaría su estatus de intelectual derivándolo hacia derroteros histriónicos que difícilmente se podían conjugar con la imagen de integridad y seriedad que sus obras pretendían transmitir.
Sin embargo, es difícil infravalorar los logros como escritor del autor gallego. Durante mucho tiempo sus novelas marcaron tendencias, inauguraron caminos que luego serían trillados por otros o afianzaron derivas literarias: La familia de Pascual Duarte, Viaje a La Alcarria (cuya popularidad sirvió como acicate a las novelas de viajes), La colmena (para algunos su obra más lograda y el pistoletazo de salida de la novela del realismo social), San Camilo 1936 (que respaldó a la balbuciente novela experimental), Mazurca para dos muertos, Cristo versus Arizona, etc… Dotado de una capacidad asombrosa en el manejo del vocabulario, la sombra de Camilo José Cela fue larga, fructífera y, en algunos casos, genial, por ello volverá a aparecer en este artículo pues su longevidad —falleció en 2002 a los 86 años— y su calidad como narrador le permitió alcanzar todos los premios literarios: Premio Planeta, Premio Nacional, Premio de la Crítica, Premio Cervantes, Premio Príncipe de Asturias y, finalmente, Premio Nobel de Literatura. Sin embargo, su imagen pública —donde la chulería y el afán por provocar fueron su carta de presentación en sus últimos años— contribuyó a que la pérdida de crédito de su persona fuera irreparable y vertiginosa. Su imagen se fue derrumbando en los últimos lustros del siglo XX, acelerada por las actuaciones públicas de un autor más interesado por ser portada de revistas y programas que por escribir. Sanz Villanueva es tajante:
De creador exigente, innovador y singular pasa a convertirse en escritor un tanto manierista, y, sobre todo, en autor institucional más interesado en honores, rango social y dinero que en la propia literatura. No pocas personas del mundo de las letras consideran que la obra auténticamente vigorosa de Cela […] no va más allá de los sesenta con San Camilo 1936 (1969).
En un intento por afianzar la cultura y para aprovechar la influencia que el éxito de La familia de Pascual Duarte había alcanzado, la editorial Destino convocó el premio de novela Eugenio Nadal (luego simplemente Nadal) que, en su primera convocatoria, recayó en una jovencísima escritora barcelonesa, Carmen Laforet. La novela Nada (obtuvo el galardón en 1944, pero se publicó un año más tarde) inauguró no solo este premio —que todavía continúa—, sino también un giro de la narrativa española hacia posiciones existencialistas. Tomando como base episodios autobiográficos, Carmen Laforet alcanzó, con solo 23 años, una excelencia que ya no volvería a lograr en y con el resto de su producción. Lamentablemente la calidad de Nada y su repercusión, sobre todo dentro del mundillo literario, no volvió a repetirse en la obra de esta autora que se caracterizó por su irregularidad y los frecuentes y largos periodos de silencio.
Al parecer Nada tuvo una excelente acogida no solo entre los críticos, sino también en los lectores. En el año de su publicación se realizaron tres ediciones.[3] La obra describe el primer curso universitario de Andrea, la narradora y protagonista, quien llega a Barcelona para vivir con unos familiares. La situación ruinosa de la ciudad se complementa con la situación pesimista del hogar: una casa marcada por los rigores de la contienda fratricida. La novela destila pesimismo y tristeza por cada una de sus páginas. Podemos decir, sin exagerar, que es de las pocas novelas de postguerra que todavía se lee con gusto, tal vez porque la autora huyó de la pretensión y de lo trascendental y se limitó a plasmar en un lenguaje sencillo y directo la realidad que se mostraba ante sus ojos. Esta falta de ambición la han convertido precisamente en una novela que va más allá de lo que describe y cada nuevo lector que acude a ella se deja imbuir fácilmente por la universalidad de su triste mensaje. Paradójicamente el contenido de la novela no asustó a la censura ni a la crítica franquista, pero tampoco caló en la intolerante y sectaria crítica de la izquierda (encabezada por el después novelista Jorge Semprún) que negó la legitimidad de la denuncia: «A la clase obrera, al campesinado, a las fuerzas populares, ya en lucha contra el franquismo, no sirven obras como NADA». Aunque en propiedad, al campesinado y al proletariado no le servía ninguna obra literaria, ciertamente.
Menos importancia literaria tiene otra novela existencial que también obtuvo el Premio Nadal, La sombra del ciprés es alargada (1948), de Miguel Delibes: frente al minimalismo de Nada, donde las peripecias son muy escasas y se dedica más a mostrar que a decir, La sombra… es una sucesión casi interminable de adversidades que asaltan sin tregua a su sufrido protagonista y narrador. La acumulación de desgracias, sobre todo en cuanto a fallecimientos accidentales de personas afines al narrador, roza la inverosimilitud. La tristeza y el pesimismo son perceptibles por los lectores desde las primeras páginas de la obra; sensaciones que van in crescendo al tiempo que, de un modo circular, el narrador-protagonista viaja desde Ávila hacia diversas ciudades y países hasta acabar recalando solo, triste, cansado… de nuevo en la amurallada ciudad castellana. El propio autor fue muy severo siempre con esta primera novela que calificó como fallida, como un intento de buscar una voz propia que conseguiría en títulos posteriores.
Miguel Delibes, al igual que Camilo José Cela, se convirtió en un novelista de referencia a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. Frente a la ampulosidad y al gusto por el espectáculo de Cela, Delibes optó por la discreción y el silencio del trabajo: su obra y los lectores salimos ganando. Abrió nuevas vías (El camino, junto a La colmena, es la piedra angular de la novela del realismo social) y no cesó de contribuir con su maestría a las diversas tendencias que recorrieron la segunda mitad del siglo: junto a El camino hay que destacar Las ratas, Cinco horas con Mario y Parábola del náufrago (donde se inclinó hacia lo experimental), El príncipe destronado (en la que los ojos infantiles mostraron unas heridas —las de la Guerra Civil— que todavía no habían cicatrizado), El disputado voto del señor Cayo (reflexión amable en torno a las contradicciones de la Transición a través de la figura entrañable de un anciano alejado de los núcleos urbanos), Los santos inocentes (para nosotros su obra maestra, donde aúna lo experimental con la temática social y da una lección de dignidad y defensa de los más humildes) y El hereje, su última novela, su primera y única incursión en la narración histórica.
Frente al manierismo de Cela, Delibes se decantará por la prosa sencilla y directa, sin dejar de lado una riqueza de vocabulario con la que pretende recuperar los términos que el progreso ha ido dejando en la cuneta. Con el paso de los años el autor vallisoletano
acentúa cada vez más su compromiso moral, cívico y social (sin adscripción política concreta), defiende la libertad, el diálogo y la tolerancia, y señala con gestos enérgicos los peligrosos derroteros de una sociedad ensimismada en el progreso técnico y en el dinero. […] La suya es la historia de un novelista comunicativo que quiere participar al prójimo la desazón por un mundo injusto y desequilibrado. (Sanz Villanueva, 2010)
Estas dos fechas y estos dos espacios marcan el pistoletazo de salida de lo que se denominó el Realismo social —recalcando el adjetivo para distinguirlo del Realismo decimonónico—. Y no es casualidad que ambas efemérides estén protagonizadas por dos de los autores que hemos visto emerger en páginas anteriores.
Miguel Delibes, a través de la editorial Destino (que se convertirá en su sello editorial hasta el final de su longeva carrera literaria), publicará la novela El camino. Por su parte, Camilo José Cela deberá dar a la luz La colmena al otro lado del charco atlántico, aunque muy pronto la verá editada en nuestro país.
Ambos títulos suponen un giro en la narrativa española del momento, por cuanto dejan de lado Tremendismos y temáticas existencialistas para centrarse en la descripción, pretendida pero falsamente objetiva, de la realidad que rodea a autores y lectores. Las técnicas que desarrollaron Galdós, Clarín y Pardo Bazán, por citar las plumas más señaladas, serán recuperadas por los escritores de la segunda mitad del siglo XX para describir un mundo, un país, que les disgusta, pero que es el suyo y el que deben soportar. De ahí que en las obras más radicales de esta tendencia novelística al lector le sea fácil advertir la lectura política subliminar, barnizada por un afán en muchos casos didáctico que terminará desluciendo los propósitos iniciales. Pero no anticipemos acontecimientos.
Las dos obras se nos presentan como las dos caras de una misma moneda acuñada con el mismo material: la búsqueda de la fidelidad descriptiva a través de la vida de unos personajes y también unos espacios que pretenden alejarse de la ficción, para reflejar, de la manera más fidedigna que la pericia autoral y la vigilancia censora permitan, la España gris, monótona y contradictoria del momento. Mientras El camino pondrá su mirada en el mundo rural; La colmena se desarrollará en las calles asfaltadas de las grandes ciudades.
Como sucede con las novelas de Delibes, el lector de El camino encontrará no solo una prosa sencilla, aunque trufada de un rico vocabulario que pretende rescatar un mundo (el rural) en imparable declive y olvido, sino también la integridad de quien escribe. Nos podrán gustar o no las propuestas del autor vallisoletano, pero nadie (ni sus detractores) podrá negarle la capacidad para crear y recrear mundos alternativos al real y, sobre todo, la seriedad y la honradez con que pule su obra siempre dirigida a la inteligencia del lector. En esta novela inaugural de una tendencia que, con los años, devendrá en machaconamente repetitiva, Miguel Delibes nos sumerge en la última noche que el protagonista —el adolescente Daniel el Mochuelo— va a pasar en su pueblo, en el hogar familiar que ha de abandonar para desplazarse a la ciudad donde proseguir sus estudios. Daniel presiente que este será un viaje sin retorno, entre otras cosas porque la vida del pueblo está condenada a desaparecer. A través de la rememoración de un buen número de hechos pasados, el autor nos dibuja una vida rural donde la alegría alterna con la desgracia y donde la nómina de los diversos habitantes del pueblo se convierte en un desfile que pretende concentrar los actos humanos. De lo particular caminamos hacia lo universal mediante una prosa directa y ágil que huye de lo pretensioso: este estilo —tan alejado de su anterior novela, La sombra…— se convertirá en la seña de identidad del autor.
El camino abrió la compuerta e inauguró una sucesión de obras posteriores enclavadas en un Realismo social de carácter rural donde podemos destacar Los Abel y Fiesta al Noroeste (Ana María Matute), Los bravos (Jesús Fernández Santos), Diario de un cazador y Las ratas (Miguel Delibes), Con el viento solano, El fulgor y la sangre y Gran Sol (Ignacio Aldecoa, este último título de temática marinera), Duelo en el paraíso (Juan Goytisolo) y un largo etcétera.
Los autores de lo que se denominó indistintamente como Realismo social o Neorrealismo coincidieron en la defensa de la función social de la literatura y estuvieron estrechamente relacionados con las revistas Acento Cultural y Revista Española, en cuyas páginas la mayoría de ellos publicó relatos, artículos y fragmentos de sus novelas. Esta función social de la literatura tuvo también su correlato en otros géneros literarios (cfr. los dramas teatrales Historia de una escalera o Las cartas boca abajo, de Buero Vallejo, por ejemplo). Así, el poeta Gabriel Celaya escribía unos versos que se convertían en una declaración de intenciones; pertenecen al poema “La poesía es un arma cargada de futuro”, título suficientemente explícito.
Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.
La colmena, de Camilo José Cela, es una novela con una construcción compleja, por la que desfilan más de trescientos personajes que, actuando como una especie de personaje colectivo (de ahí su título), representan la existencia cotidiana de Madrid a lo largo de poco más de tres días del año 1942. Más allá de la casi interminable sucesión de historias y argumentos que aparecen en sus páginas, lo que sorprendió fue la actitud del autor decidido a dibujarnos vidas truncadas —sin inicio ni final—, muy alejadas de las obras realistas decimonónicas donde todos los personajes mostraban una vida cerrada y acordonada. Esta organización se convirtió en modelo estructural de la novela neorrelista y del Realismo social.
Su reducción espacial y temporal venía exigida por el afán de relatar la crónica social de una ciudad con una gran densidad de población. Y para que el protagonista colectivo se integrase en una construcción novelística coherente fue necesaria, además, la fragmentación del texto en secuencias interdependientes y la supresión de la relativa autonomía de los capítulos en la novela tradicional. Esta construcción compleja se revela así como el adecuado cauce formal para expresar la soledad y vacío existencial en aquellos seres atrapados en una simbólica colmena urbana. (Ángel Basanta, 1990)
Nos hallamos, pues, ante la inauguración del Realismo social urbano que muy pronto será testigo de la reproducción de imitaciones como, por ejemplo, La noria (Luis Romero, 1952) donde el autor expone una vision de ciudad de Barcelona a través de una larga treintena de personajes representativos de la colectividad. Otros autores y obras incluidas en esta etiqueta serían Algo pasa en la calle (Elena Quiroga), El pisito (Rafael Azcona), Entre visillos (Carmen Martín Gaite) y La tarde (Mario Lacruz), por citar algunos de los títulos más destacados.
En la “Nota a la primera edición” (Cela, 2016), el autor escribió:
Mi novela La colmena, primer libro de la serie “Caminos inciertos”, no es otra cosa que un pálido reflejo, que una humilde sombra de la cotidiana, áspera, entrañable y dolorosa realidad. [...] Esta novela mía no aspira a ser más que un trozo de vida narrado paso a paso, sin reticencias, sin extrañas tragedias, sin caridad, como la vida discurre, exactamente como la vida discurre. […] Mi novela —por razones particulares— sale en la República Argentina. Su arquitectura es compleja, a mí me costó mucho trabajo hacerla. Su acción discurre en Madrid, en 1942, y entre un torrente, o una colmena, de gentes que a veces son felices y, a veces, no. Los ciento sesenta personajes [sic] que bullen —no corren— por sus páginas me han traído durante cinco largos años por el camino de la amargura. […] La novela no sé si es realista, o idealista, o naturalista, o costumbrista, o lo que sea. Tampoco me preocupa demasiado. Que cada cual le ponga la etiqueta que quiera.
Según su hijo, Camilo José Cela Conde, su padre presentó la primera versión de la novela a la censura en enero de 1946. «¿Por qué esperó cinco años mi padre para tomar la determinación de publicar una de sus obras fundamentales lejos de España? No lo sé». La publicación en Argentina le obligó a abandonar la Asociación de la Prensa de Madrid y, además, su Pascual Duarte entró a formar parte de los libros prohibidos. Sin embargo, la censura argentina también le obligó a suavizar algunas expresiones de matiz sexual. Se publicó finalmente en España en 1955, con cortes de la censura[4]. Únicamente en la octava edición (Madrid, Alfaguara, 1966), la novela se pudo leer completa, por vez primera.
El Realismo social encontrará uno de sus correlatos en el cine que, por su condición de recepción pasiva, obtuvo mayores éxitos, aunque también fue más vigilado por la censura. No hay duda de que el Neorrealismo cinematográfico italiano de finales de los 40 influirá en obras literarias y fílmicas. Algunos títulos cinematográficos de aquellos años son Surcos (José A. Nieves Conde), Mi tío Jacinto (Ladislao Vajda), Calle Mayor y Muerte de un ciclista (Juan A. Bardem), ¡Bienvenido, Mr. Marshall! y Esa pareja feliz (Juan A. Bardem y Luis G. Berlanga), La vida por delante (F. Fernán-Gómez) o El pisito (Marco Ferreri).
Este Realismo social fue acentuando más su crítica política y se transformó a finales de los años 50 en un Realismo social crítico que nacería principalmente con Central eléctrica (Jesús López Pacheco) —sobre la explotación laboral en la construcción de un embalse— y La mina (Armando López Salinas). Dos obras señeras en esta radicalidad de la tendencia. Se desarrollaría en otros títulos posteriores como La zanja (Alfonso Grosso) —donde se denuncian las extremas diferencias sociales en un pueblo andaluz—, Campos de Níjar (Juan Goytisolo) —libro de viajes y reflexiones por una de las zonas más deprimidas de España: el levante almeriense— y Dos días de setiembre (José Manuel Caballero Bonald) —denuncia de la explotación casi feudal de un pueblo vinícola de Andalucía—, por citar algunos de los más destacados.
Otra versión más acentuada del Realismo social la hallamos en lo que se denominó la Novela behaviorista o conductista, cuyo principal y tal vez máximo exponente sea El Jarama, por el que Rafael Sánchez Ferlosio obtuvo el Premio Nadal de 1955 (y alcanzó el Premio de la Crítica 1956). El autor trasladó a la prosa castellana las técnicas narrativas que, desde principios de los 50, habían aparecido en la novela francesa denominada Noveau Roman, con autores y obras como Michel Butor (El empleo del tiempo), Nathalie Sarraute (Retrato de un desconocido) y Robbe-Grillet (Las gomas).
La novela relata las peripecias de once jóvenes madrileños que van a pasar el día al campo, junto al río Jarama, en un caluroso domingo estival. La acción está relatada en tercera persona y desde una perspectiva de un objetivismo extremo; discurre a lo largo de dieciséis horas y solo al final de la obra y del día asistimos a un suceso trágico: el ahogamiento en el río de una muchacha.
Darío Villanueva (1977) la denominó «epopeya de la vulgaridad» y destacó alguno de sus rasgos más significativos:
Equilibrio y armonización del objetivismo narrativo en las escenas de la realidad.
Reducción espacial y temporal.
Ritmo humano y perfecto equilibrio entre la fidelidad de la lengua hablada y su proyección estética.
La propuesta técnica de Ferlosio fue tan audaz, al centrar la narración en el objetivismo más extremo (reproducir exactamente lo que se dice y lo que se ve, sin espacio para la subjetividad ni para la síntesis), que sus “continuadores” fueron muy escasos. Cabe destacar únicamente Las afueras (Luis Goytisolo) y Tormenta de verano (Juan García Hortelano).
Sin embargo, entonces como ahora, la crítica siempre se ha mostrado dividida a la hora de valorar esta novela. He aquí algunas opiniones:
Vulgaridad intrascendente e insignificancia desde el comienzo hasta el fin. No hay aventura, ni héroe, ni antihéroe: no hay lugar para la fantasía; y hasta la muerte es un accidente sin sentido, algo que ocurre por casualidad, sin que casi nadie se dé cuenta. (Ricardo Gullón, 1975)
El Jarama recoge científicamente (o sea, sin emoción de vida) el cheli juvenil y obrero de los años cincuenta. […] Hoy sabemos que solo es una novela gramatical, un experimento; aunque durante mucho tiempo se mantuvo como bandera del social-realismo. (Francisco Umbral, 1995)
El Jarama puede ser la obra maestra que muchos todavía leemos, pero sin duda fue, desde el momento mismo de su aparición, espejo y metáfora del estrangulamiento vital de la España del medio siglo; también, el testimonio de la pulcritud, la solvencia y la disciplina con la que un escritor era capaz de imponer a la novela una norma de escritura. (Jordi Gracia, 2003)El relato puede resultar tedioso, pero ahí radica una de las habilidades del autor: en haber sabido plasmar cierta manera de vivir de un momento histórico mediante la forma. Sin alegatos directos, la novela posee una fuerte carga social y hasta una dimensión política, y alcanza valor alegórico. (Sanz Villanueva, 2010)
Para el crítico Santos Sanz Villanueva (2010), Gonzalo Torrente Ballester forma, junto a Cela, Delibes y Matute, el grupo de escritores españoles más destacados de los años de la dictadura. Sin embargo, frente a los otros tres nombres, Gonzalo Torrente Ballester conoció el éxito de público y crítica en los últimos estertores de la dictadura. Por suerte, el paso de los años y los nuevos acercamientos a su obra parecen alejar cualquier duda que hubiera sobre la calidad del autor gallego[5].
Torrente Ballester fue un autor prolífico que, más allá de la narrativa, desarrolló una importante labor como crítico teatral (en el diario Arriba, principalmente), ensayista y articulista. Aunque comenzó a publicar en la década de 1940 (Javier Mariño y El golpe de estado de Guadalupe Limón), ni la crítica ni el público pusieron especial atención en su obra. Tampoco la trilogía a la que dedicamos este epígrafe alcanzó el éxito esperado.
Los gozos y las sombras es una ambiciosa serie compuesta por El señor llega, Donde da la vuelta el aire y La Pascua triste; tal vez la poca repercusión se debiera a la actitud el autor de alejarse de la corriente imperante de la época (el Realismo social) y centrarse en un estilo con claros precedentes decimonónicos. Torrente plantea en esta trilogía el enfrentamiento de dos concepciones opuestas de la vida: la de un médico —a quien le importa el prestigio personal— y la de un rico industrial —que concibe la posesión del dinero como el hecho primordial de la vida—. «Se muestra el enfrentamiento entre el materialismo industrial, que por medios económicos somete a toda la sociedad, y la actitud intelectual que, estancada en el puro raciocinio, no logra movilizar a nadie» (Basanta, 1990). La acción se desarrolla en una población de la costa gallega, Pueblanueva del Conde, en una fecha indeterminada del primer lustro de los años 30. A través de sus casi dos mil páginas asistimos a los conflictos sociales y económicos de la localidad, que tienen su correlato en la rivalidad ideológica pero también sentimental (pues ambos protagonistas desean a la misma mujer) de los dos protagonistas de la novela.
Los gozos y las sombras es un ciclo tradicional, cargado de elementos emocionales y melodramáticos, con buena inventiva y personajes fuertes, con equilibrio de lo colectivo y de lo personal. (Sanz Villanueva, 2010)
El autor consigue equilibrar los elementos culturales con la experiencia de la vida. Como Fruto de ello, la novela se desarrollo en una dinámica centrífuga al abrirse a mil problemas ideológicos e incorporando una gran cantidad de materiales de la tradición y de la vida popular: mitos, costumbres, leyendas. Todo eso, y el humor y la ironía que tiñe gran parte de las páginas de la obra, crean la atmósfera galaica de la trilogía.
Una de los elementos que más sorprende al lector actual es la capacidad del autor para desarrollar e hilvanar historias y anécdotas. Asimismo, es destacable la permisividad de la censura en algunos momentos de la serie (en la primera novela, por ejemplo, asistimos a una masturbación femenina). Este hecho nos muestra que la censura no podía abarcar la totalidad de la producción literaria del país y, por tanto, se centraba más en el teatro o el cine porque su recepción era mucho más multitudinaria y bastaba con la pasividad del espectador.
Sin embargo, la trilogía suscitó escaso o nulo interés entre el público y la crítica que vio en ella lo que realmente era: una actualización y depuración del Realismo tradicional. Solo a principios de los 80, cuando se convirtió en una serie producida por RTVE, la obra se vio revalorizada y alcanzó gran popularidad.
La decepción del autor lo condujo a un periodo marcado por la experimentación novelesca en obras como Don Juan y Off Side. Esta etapa culturalista, inventiva y experimental conocería su máximo logro con la publicación en 1972 de La saga/fuga de J. B. El éxito de crítica de la novela sirvió para que Torrente Ballester, al fin, consiguiera una notoriedad y se viera animado a continuar con su producción experimental: Fragmentos del Apocalipsis, La isla de los jacintos cortados y Yo no soy yo, evidentemente.
Los años finales de los 70 y el inicio de los 80 supuso un aluvión de reconocimientos: Premio de la Crítica, miembro de la Real Academia Española de la Lengua, Premio Príncipe de Asturias, Premio Cervantes y Premio Planeta. Alejado de cualquier tipo de Realismo (tradicional o social) y de las técnicas objetivistas, en sus últimas publicaciones —en la década de 1990— se acentuó el rasgo fabulador, imaginativo e incluso de marcado acento simbolista: Quizá nos lleve el viento al infinito, Crónica del Rey Pasmado, Las islas extraordinarias y La muerte del decano, fueron algunos de sus últimos y más importantes títulos.
Dotada de una precocidad narrativa sorprendente, la barcelonesa Ana María Matute va a consagrarse con solo 33 años como una de las voces más importantes de la novela española de la postguerra. La concesión del Premio de la Crítica y del Premio Nacional de Literatura a Los hijos muertos solo confirma lo que desde hacía más de una década era ya obvio: que Matute era la escritora más importante de los años de la dictadura.
Con tan solo 21 años había publicado Los Abel y, dos años después, En esta tierra, ambas finalistas del Premio Nadal. Había obtenido el Premio Café Gijón por Fiesta al Noroeste y el Planeta 1954 por Pequeño Teatro. Más tarde obtendría el Premio Nadal y el Cervantes, además de ingresar en la Real Academia Española.
Su poderoso instinto fabulador y sus dotes imaginativas alejan a esta autora de la narrativa social y testimonial de los años 50, aunque se inscribe en ella por promoción generacional. Aunque las tres obras citadas más arriba suponen acercamientos al ámbito rural (y marinero, como en el caso de Pequeño Teatro), la autora lo realiza desde una posición alejada del realismo objetivista y sin ningún propósito testimonial o de denuncia. En Los hijos muertos, considerada por parte de la crítica su mejor novela y una de las más importantes del siglo XX en España, advertimos un cambio en su estilo y en sus intenciones.
Se aprecia cierta falta de implicación directa en los temas, como si la autora interpusiera distancias entre su propia personalidad y los conflictos afrontados para que estos tengan mayor autonomía. Digamos que adopta un grado de objetivismo narrativo que funciona como eficaz contrapeso de sus gustos fantaseadores y poetizantes. (Sanz Villanueva, 2010)
La novela recoge los temas más queridos de la autora: la niñez cargada de conflictos dramáticos y receptáculo de nefastas impresiones; la propensión al cainismo, a la guerra, a la violencia, a la opresión, a la desigualdad social; la añoranza de la libertad; la maldición casi antropológica de la soledad; la fuerza arrasadora del odio y del instinto de venganza.
Situada en el imaginario pueblo de Hegroz, que está a punto de desaparecer bajo las aguas de un pantano, Los hijos muertos describe la decadencia de la familia de terratenientes, los Corvo, caciques arruinados cuya mezquindad cubre las calles del pueblo y los parajes que lo rodean. La novela se nutre de personajes rotos y desencantados, y ofrece un mensaje de angustia y pesimismo difícilmente olvidable. Sorprende, igualmente, la capacidad de la joven autora (tenía 32 años cuando la publicó) para manejar tal cantidad de personajes y acciones, para bifurcar las distintas historias que alternan en la narración.
Matute también se especializó en el relato, sobre todo el protagonizado por niños como vemos en los volúmenes de cuentos Los niños tontos, El tiempo o Algunos muchachos. Sin embargo, su prosa huye de la blandenguería para mostrar la violencia y el egoísmo humanos, la dureza ambiental, la dualidad infantil entre la ternura y la crueldad.
Que la fantasía siempre primó sobre la recreación objetiva lo hallamos con la publicación, a finales de los años 90, de las que ella considera sus mejores y más definitivas obras: Olvidado Rey Gudú (ubicada en una enigmática y fantasiosa Edad Media) y Aranmamoth (de nuevo localizada en una alta Edad Media imprecisa: mágica, heroica y espantosa a la vez).
Los éxitos de Ana María Matute sirvieron para que el mercado editorial se atreviera con la literatura escrita por mujeres. El caso de Nada y Carmen Laforet había sido poco menos que un espejismo, puesto que la autora había devenido en una escritora demasiado irregular. Sin embargo, la regularidad de Matute y sus continuos éxitos ayudaron en la aparición y publicación de otros nombres femeninos en la novela de los años 50 y 60: Elena Quiroga (Algo pasa en la calle y La enferma), Carmen Kurtz (El desconocido), Mercedes Salisachs (Carretera intermedia), Carmen Martín Gaite (Entre visillos) y Dolores Medio (Nosotros, los Rivero), por citar algunos de los nombres más destacados.
Tal vez sea Miguel Delibes en su breve y subjetivo ensayo España 1936-1950: Muerte y resurrección de la novela quien mejor haya sintetizado las diferentes promociones y las distintas tendencias narrativas que abarcaron la postguerra española.
El segundo [grupo], que se da a conocer corriendo la década de los cincuenta, es el de los objetivistas o behavioristas, niños en la guerra que se replantean el problema de la novela en España y lo encauzan, con notorio rigor, hacia un esteticismo formal, partiendo de la base de una serie de notas comunes. Para mí es el grupo más delimitado y coherente de los surgidos en el país y, en conjunto, el de mejores letras.
La tercera promoción sería, entonces, la del realismo social, escuela que muchos teóricos se obstinan en identificar con la anterior, cuando nunca estuvieron tan separadas dos concepciones de la novela: estética la primera, ética esta segunda. Estilista la objetivista, de mera eficacia política la socialrealista. Unos y otros, eso sí, coinciden en la edad, aunque las obras de los últimos aparecen, seguramente por razones políticas, unos años después que las de los primeros.
Tiempo después surgen las primeras manifestaciones de una novelística de vanguardia cuyos ecos todavía no se han apagado[6]. Se trata de una narrativa experimental que, por vez primera desde la guerra civil, abandona el cauce del realismo y desplaza el argumento, la historia, a una posición subordinada. Este el cuarto grupo con entidad propia que se manifiesta en España a partir de la guerra y que coincide con el boom americano.
Finalmente, en los años que vivimos, se advierte una reacción vacilante: los nuevos narradores no creen que el lenguaje críptico sea el más adecuado para dirigirse al lector siquiera tampoco se decidan a entregarse al viejo realismo. Pero, por de pronto, se vuelven a contar historias, y existe entre los jóvenes novelistas el saludable convencimiento de que las novelas pueden ser buenas y malas con independencia del procedimiento narrativo y utilizado.
A estas dos tendencias, la experimental y la Nueva Novela española, dedicaremos el cuatro y último artículo de esta serie, donde se comentarán los aspectos más destacados de la novela española de la década de 1960: la novela experimental y la evolución del Realismo social; junto con la aparición en los primeros años de la década de 1970 la novela de género (policiaco, erotismo…).
BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA
BASANTA, Ángel, (1990) La novela española de nuestra época, Madrid, Anaya.
ROWN, Gerald G., (1993) Historia de la literatura española. Tomo 6/1. El siglo XX, Barcelona, Ariel. (1ª edición 1974)
CELA, Camilo José, (2016) La colmena, Madrid, Real Academia Española de la Lengua. Edición conmemorativa I Centenario del autor.
DELIBES, Miguel, (2004) España 1936-1950: Muerte y resurrección de la novela, Barcelona, Destino.
DÍAZ ARENAS, Ángel, (1999) La Historia de España (1936-1996) en la Literatura española contemporánea, Madrid, Vosa.
FERRERAS, Juan Ignacio, (1988) La novela del siglo XX (desde 1939), Madrid, Taurus.
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LANGA PIZARRO, M. Mar, (2000) Del Franquismo a la Posmodernidad: la novela española (1975-1999), Alicante, Publicaciones de la UA.
MARTÍNEZ CACHERO, José María, (1997) La novela española entre 1936 y el fin de siglo. Historia de una aventura, Madrid, Castalia.
SANZ VILLANUEVA, Santos, (1991) Historia de la literatura española. Tomo 6/2. Literatura actual, Barcelona, Ariel. (1ª edición 1984)
SANZ VILLANUEVA, Santos, (2010) La novela española durante el franquismo. Itinerarios de la anormalidad, Madrid, Gredos.
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YNDURÁIN, Domingo (coord.), (1997) Época contemporánea. 1939-1980, en Francisco Rico (coord.), Historia y crítica de la literatura española. Tomo 8. Barcelona, Crítica. (1ª edición 1981)
[1] Aunque durante la Guerra Civil existen aparatos de censura en ambos bandos, la censura franquista nace como tal a partir de la Ley de Prensa de 1938. En noviembre de ese mismo año se crea la Junta Superior de Censura Cinematográfica, la Comisión de Censura Cinematográfica y la comisión General de Teatros Nacionales y Municipales, dependiendo todas ellas del Ministerio de Educación Nacional. Esta primera junta está presidida por el dramaturgo Enrique Marquina, y entre sus miembros figuran José María Pemán, Manuel Machado, José Ignacio Luca de Tena y Luis Escobar.
[2] Todas las citas de este apartado han sido extraídas de Santos Sanz Villanueva (2010).
[3] Creemos que la palabra “éxito” con que algunos críticos e historiadores califican a las novelas no ha de corresponder con lo que los lectores actuales entienden. Hay que pensar que la década de 1940 fue conocida como “los tiempos del hambre”: media España estaba destruida y atenazada; las tasas de analfabetismo rondaban el 25 % (más del doble en zonas rurales… que abarcaban más de dos terceras partes del país); la II Guerra Mundial había aislado el país económicamente… A lo que hay que unir la predisposición natural de los españoles a leer poco o nada. En fin, hablar de que una novela había tenido mucho éxito entre los lectores de 1942 o 1945 tal vez haya que tomarlo en otro sentido.
[4] No dejamos de hacernos una pregunta: si la novela se publicó en 1955 (y el autor claudicó a las órdenes de la censura), ¿por qué publicarla primero en Argentina? Si el propósito último era publicarla en España (aunque censurada), ¿por qué tener que irse a Argentina a publicarla? Nuestra respuesta (subjetiva, como todas las respuestas) es que esta actitud de Cela tuvo mucho de pose y de campaña publicitaria: un modo de llamar la atención hacia su persona y su obra. Creemos que actitudes posteriores del autor corroboran nuestra respuesta.
[5] Prueba de ello es que el periódico El Mundo encabezó con esta trilogía su emblemática colección “Las 100 mejores novelas en castellano del siglo XX”, publicada a partir del año 2001.
[6] Estas palabras fueron escritas en el año 2000.