La novela española del siglo XX (1902-1975) (II) (Una historia brevísima)

En esta segunda entrega daremos un repaso a la narrativa surgida desde la irrupción de las vanguardias (c.1905) hasta el estallido de la guerra civil, sin olvidar el éxodo y el exilio (1939) que afectó a un buen puñado de novelistas quienes, desde el continente americano principalmente, continuaron con su labor creadora.

  1. Los hitos inaugurales del siglo XX: una nueva modernidad.

Al entrar en la tercera década del siglo XXI, volvemos la vista atrás y la distancia temporal nos permite aventurar algunas hipótesis sobre los momentos extraordinarios que marcaron el inicio del siglo XX. Si la evolución de la sociedad es comparable a una escalera ascendente, con algunos rellanos en los que la humanidad ha preferido descansar, con un número puntual de peldaños que destacaban sobre el resto y que sirvieron para marcar puntos de inflexión (el dominio del fuego, la invención de la rueda; la confluencia greco-romana que trazó las ciudades y las leyes de sus pobladores; los avances técnicos que propiciaron la llegada de los europeos a América; la creación de la máquina de vapor y su aplicación mecánica, etc.), hoy podemos afirmar que durante los últimos años del siglo XIX y los primeros del siglo XX tuvieron lugar unos acontecimientos que construyeron un peldaño mayor en la progresión humana. Las escasas fotografías y las muchas pinturas anteriores al siglo XX nos muestran un mundo que cambiará radicalmente con el advenimiento del nuevo siglo. Basta con observar el pasado para apreciar que el siglo XX trajo consigo una nueva modernidad, que el ser humano ascendió un peldaño considerablemente más alto que los anteriores.

Los denominaremos “hitos inaugurales”, pues su aparición y desarrollo configuró el siglo XX; pero no se detuvo: su influencia aún llega hasta nuestro siglo. Se trata de cinco acontecimientos que afectaron a casi todos los campos del devenir humano: técnica, arte, política, sociedad, ciencia, mecánica, urbanismo, medicina… Aludiremos a ellos por orden de aparición.

La publicación del último tomo de El Capital, de Karl Marx, en 1894 fue un momento fundamental del siglo que se avecinaba, pues sentó las bases de un nuevo orden que dividió el mundo en dos ideologías políticas y económicas irreconciliables: el capitalismo y el comunismo. Los efectos de la Revolución Rusa y la creación de la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) se vieron atenuados por el surgimiento de los diversos regímenes fascistas (Italia y Alemania). Sin embargo, tras la finalización de la II Guerra Mundial, las diferencias entre los EE.UU. y la URSS, países abanderados respectivamente del capitalismo y del comunismo, se mostraron evidentes. A lo largo de todo el siglo XX ambas ideologías protagonizaron una contienda más o menos soterrada (denominada genéricamente Guerra Fría) que condicionó el devenir político del mundo, pero también influyó hondamente en el desarrollo de las diversas artes incluyendo, obviamente, la literatura. De ese modo, el arte se escindió más que nunca en arte “político o útil” y arte “estético o inútil”.

El segundo hito que marcó el desarrollo del siglo XX llegó con un avance técnico, pero se imbricó en y revolucionó el mundo artístico: la invención del cinematógrafo en 1895, gracias a los hermanos Lumière. Este acontecimiento devino en un avance considerable para las disciplinas artísticas, aunque no sería hasta la segunda década del siglo XX cuando lo que había nacido como una atracción de feria adquiriera una madurez que lo llevara a convertirse en el Séptimo Arte, y terminara aglutinando al resto de artes conforme fue perfeccionándose: movimiento, sonido, color, lenguaje… El norteamericano Griffith, el soviético Eisenstein y el británico Chaplin, principalmente, advirtieron el potencial de este mecanismo más allá de su utilidad como elemento de ocio y diversión. A partir de 1910 el cine comenzó a madurar y a imponer su criterio en el mundo de las artes; un mundo que apenas había cambiado desde el clasicismo. Necesitados de argumentos, los directores y productores cinematográficos echaron mano del gran acopio de novelas que el Romanticismo y el Realismo habían producido en el siglo XIX. El público reaccionó con simpatía y criterio: ¿por qué invertir días en degustar una novela que, convenientemente trasladada a la pantalla, se había transformado en un relato de únicamente dos horas? La novela por entregas, auténtico soporte de toda la narrativa del siglo XIX, comenzó a desaparecer y los novelistas se vieron en la necesidad de adelgazar su producto. Algunos, lo más visionarios, no dudaron en trasladar el ritmo cinematográfico a sus narraciones. Aparecía de este modo una nueva manera de escribir, obligada por el nacimiento de un nuevo público.

Un joven doctor vienés, de origen judío, iba a revolucionar la disciplina médica y, en un efecto dominó, también iba a intervenir en el arte contemporáneo y en la creación de un nuevo lenguaje. La publicación de La interpretación de los sueños (1900), de Sigmund Freud, es la primera piedra sobre la que se alzará una nueva disciplina médica, el psicoanálisis, que hará temblar los cimientos de un campo de estudio, el médico, apenas inamovible desde siglos atrás. Por vez primera se deja constancia de que algunas de las enfermedades humanas no tienen un origen patológico ni físico, sino que están imbricadas en el pensamiento. Subconsciente, id, trauma, depresión, psicosis, frustraciones, complejos, alteraciones sexuales… fueron algunas de las nuevas voces que llegaron para revolucionar el campo de la medicina y también el del lenguaje. En el mundo de la cultura, las ideas de Freud se dejaron ver en muchos de los movimientos vanguardias que surgieron durante esos años ―el Expresionismo, el Dadaísmo y, sobre todo, el Surrealismo―, y ayudaron a crear un nuevo lenguaje que, a la postre, también configuraría una nueva sociedad donde la identidad y la personalidad del individuo no se limita únicamente a sus actos y sus pensamientos, sino que también incluye todo aquello que queda almacenado en su subconsciente: las frustraciones y los deseos reprimidos, que fluirán a través de los momentos oníricos o de las situaciones más extremas.

En 1903, el ingeniero Henry Ford fundó la primera factoría automovilística al aplicar a la fabricación de automóviles el sistema de la cadena de montaje y reducir la jornada laboral a 40 horas semanales, con la intención primigenia de crear un clima propicio que aumentase la productividad entre los trabajadores. El éxito del modelo Ford T en 1908 supuso el afianzamiento del vehículo de motor y la desaparición lenta, pero progresiva e irremediable, de los vehículos de tracción animal. A partir de la I Guerra Mundial, las ciudades y los países tuvieron que moldearse conforme las necesidades del automóvil, que había llegado para quedarse e introducirse en la vida del ser humano como un elemento prácticamente imprescindible. Aunque el arte parodió y criticó la nueva realidad (la película Tiempos modernos, Ch. Chaplin; la novela El hombre que compró un automóvil, W. Fernández Flórez; o «El hijo del millonario», una de las Seis falsas novelas, de Gómez de la Serna, por citar varios ejemplos), también hubo quien lo apoyó incondicionalmente, como los artistas aparecidos bajo la sombra del Futurismo. Lo que resultó evidente es que el vehículo a motor iba a cambiar la vida sobre el planeta, condicionando, a la postre, incluso la meteorología, al afectar ostensiblemente al clima de la Tierra.

El último hito inaugural lo hallamos en el campo de la Física y las Matemáticas Teóricas que desde los postulados y principios de Newton ―en el siglo XVIII― se consideraba inamovible. La publicación en 1905 de los artículos «Sobre la teoría de la relatividad espacial» y «Sobre la teoría de la relatividad general», a cargo de Albert Einstein, supusieron una auténtica revolución dentro del mundo de la ciencia más teórica. La ideas expuestas, y demostradas teóricamente, en lo que se ha denominado de manera general la Ley de la Relatividad no solo van a revolucionar la Física al sentar las bases de la carrera espacial, la energía nuclear o la bomba atómica, sino que también van a influir en las artes, desde el cinematógrafo hasta la literatura. Además, va a extenderse el concepto de “lo relativo” en el ámbito de la creación e interpretación, lo cual, en ocasiones, ha traído también sus consecuencias negativas.

  1. La irrupción de las vanguardias.

Paralelamente a la nueva concepción arquitectónica y urbanística que surge con arquitectos y diseñadores como el norteamericano Frank Lloyd Wright (la Casa Robie y la Casa de la Cascada, por ejemplo), los holandeses Gerrit Reitveld (la Casa Schröder) y Mies van der Rohe (la Casa Farnsworth) o el francés Le Corburier (la Ville Savoye, la Maison de l’Homme y la iglesia de Notre Dame du Haut), a los que hay que añadir la prodigiosa construcción del Empire State Building, en Nueva York ―un coloso de casi 400 metros de altura y 102 plantas, alzado en 58 semanas y cuya edificación concluyó en 1931―; el mundo pictórico será el primero en inicial una serie de movimientos pretendidamente rompedores con la pintura figurativa clásica. Influidos por los logros del Impresionismo, los nuevos artistas pretenderán avanzar un paso más allá, combinando técnicas y texturas en un afán por alejarse lo más posible de los parámetros clásicos que habían vertebrado la pintura desde los inicios prehistóricos hasta las últimas décadas del siglo XIX. A estos movimientos se les denominó de manera general “las Vanguardias” o, también, “los ismos”. Fue una ingente cantidad de –ismos los que aparecieron en el mundo del arte de manera vertiginosa, solapándose unos con otros, muchos de ellos de efímera duración.

Estos movimientos vanguardistas poseen características semejantes, aunque cada uno de ellos potenciará unas más que otras:

a) Un deseo de innovar a cualquier precio. Lo de menos es la calidad, lo más importante es que no se parezca en nada a lo anterior. El concepto de “novedad” primará por encima de la obra bien hecha. Todos los ismos comienzan con un Manifiesto, donde se da cuenta (a veces poco clara) de los propósitos que animan la empresa.

b) Un inconformismo que se exterioriza a través de la provocación, llegando incluso a la violencia. No es de extrañar que alguna de estas vanguardias terminara comulgando con los movimientos fascistas que en aquellas décadas proliferaron en Europa.

y c) Un amor por el progreso técnico, en algunos casos de manera incondicional, sobre todo en las primeras décadas del siglo XX. Sin embargo, tras la I Guerra Mundial (1914-18), surge en estos movimientos un sentimiento de frustración y tristeza: el progreso no ha servido para crear un mundo mejor, sino para perfeccionar el modo en que podemos matar a nuestros semejantes. Tras la contienda bélica, las nuevas vanguardias van a rechazar el progreso técnico y dirigirán sus miradas hacia otras realidades más abstractas como el mundo onírico que propugna el psicoanálisis, por ejemplo.

Siendo tan numerosos los movimientos vanguardistas, la sola mención de todos ellos sobrepasaría los límites de este artículo. Una ejemplo de esta avalancha vanguardista lo encontramos en la ocurrencia del escritor Ramón Gómez de la Serna, quien no dudó en parodiar la proliferación vertiginosa de los diversos ismos y fundó él mismo uno propio y exclusivamente individual al que denominó humorísticamente “Ramonismo”.

Nosotros nos centraremos en algunos de los más influyentes, pues todavía hoy en día podemos sentir su aliento en muchas disciplinas artísticas.

El Expresionismo nació en los países escandinavos a finales del siglo XIX en la figura del noruego Munch y su obra El grito, aunque fue en Alemania donde más profundamente se desarrolló en los años de la I Guerra Mundial, sobre todo en la obra del pintor Kirchner (Erna con cigarrillo, Autorretrato como soldado, Autorretrato como enfermo), llegando hasta la creación de Guernica, de Picasso en plena guerra civil española. También el cine de directores europeos como Robert Wiene (El Gabinete del doctor Caligari), Murnau (Nosferatu), Stroheim (Avaricia), Fritz Lang (Metrópolis; Las tres luces; M, el vampiro de Düsseldorf), Sjöstrom (La carreta fantasma, El viento), Dreyer (La pasión de Juan de Arco, Vampyr), Pabst (La caja de Pandora), Wegener (El Golem) o Sternberg (El ángel azul) se vio influido por esta corriente que el advenimiento del nazismo frenó de golpe.

El Expresionismo nos muestra una realidad distorsionada, que el artista utiliza para expresar sus emociones. En algunos momentos, sus juegos geométricos y el uso de la angulosidad se nos presentan como el preludio del Cubismo. El lienzo aparece ante el espectador como la exteriorización de la energía emocional del artista, donde el uso arbitrario del color es el reflejo de una rebeldía cercana al anarquismo. Los temas expresionistas parecen ceñirse únicamente a los aspectos más desagradables de la condición humana: el desasosiego, la ansiedad, la marginalidad, el crimen…

Dentro de la literatura no existe una obra canónicamente expresionista, sino que se aprecia un tono, una sensibilidad que recorre muchas producciones literarias, como es el caso de Kafka (La metamorfosis, El proceso), Joyce (algunos capítulos de Ulises) y llegan hasta la literatura española de la postguerra (Nada, de Carmen Laforet; La sombra del ciprés es alargada, Miguel Delibes; Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos).

Sin embargo, el arte cinematográfico, más cercano al pictórico, se muestra más proclive a los momentos expresionistas tal y como podemos apreciar en películas como La parada de los monstruos (Tod Browning), El séptimo sello (Ingmar Bergman), La noche del cazador (Charles Laughton), El proceso (Orson Welles) o las más recientes Drácula (Francis Ford Coppola) y Old Boy (Park Chan-Wook).

No es exagerado afirmar que el Cubismo nació en Francia en 1907 cuando el pintor español Pablo Ruiz Picasso expuso su óleo Las señoritas de Avignon (que en realidad era “la calle de Avinyó”, en Barcelona, donde abundaban los burdeles) en la Galería d’Antin, de París. La progresión visual que presenta la pintura parece concentrar la evolución del arte plástico desde lo figurativo hasta el abismo abstracto. La base del Cubismo es la descomposición de la realidad mediante la superposición o encadenamiento de figuras geométricas.

A Picasso seguirán otros autores como Juan Gris (Hombre en el café), George Braque (El velador) y Marcel Duchamp (Desnudo bajando una escalera), donde ya apreciamos que esta disposición geométrica será útil para el Futurismo en su afán por plasmar el movimiento.

En el ámbito literario, su influencia será puramente formal, utilizando las palabras para crear con ellas figuras. Tal es el caso del caligrama del francés Apollinaire que a continuación reproducimos.

El Creacionismo, surgido de la imaginación y la poesía del chileno Vicente Huidobro, tomará como modelo los logros cubistas en el ámbito de la literatura. Así, su extenso poema Altazor devendrá, en los versos finales, en la imposibilidad del empleo lógico del lenguaje, utilizándolo a la manera de Apollinaire, como podemos apreciar en este poema titulado “Capilla aldeana”.

La publicación del Manifiesto futurista en el periódico francés Le Figaro, el 5 de febrero de 1909, marca el inicio de una nueva vanguardia: el Futurismo. El texto, escrito por el artista italiano Filippo Tommasso Marinetti, hace hincapié en un gusto incondicional por el progreso, tal y como podemos apreciar en estos fragmentos.

Queremos cantar el amor al peligro, el hábito de la energía y de la temeridad.

[…] Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad.

[…] No hay belleza sino en la lucha. Ninguna obra de arte sin carácter agresivo puede ser considerada una obra maestra.

[…] Queremos glorificar la guerra―única higiene del mundo―, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas, las ideas por las cuales se muere y el desprecio por la mujer.

Queremos destruir y quemar los museos, las bibliotecas, las academias y combatir el moralismo, el feminismo y todas las demás cobardías oportunistas y utilitarias.

No es de extrañar, tal y como dijimos antes, que algunos de sus miembros se decantasen hacia posturas tremendamente militaristas y acabaran afiliados a diversos grupos fascistas y radicales. El movimiento futurista responde a la actitud desdeñosa y aristocrática de los intelectuales de vanguardia en relación con las realidades comunes y con los valores clásicos y tradicionales. Busca la originalidad, el irracionalismo, la exaltación de la euforia por los momentos fugaces y de la tecnología, el amor al peligro, la exaltación de la energía, del coraje y de la audacia; la admiración por la velocidad, la lucha contra el pasado, la exaltación de la agresividad y de la guerra, considerada como “la única higiene del mundo”.

En el ámbito pictórico se centraron en el intento de la plasmación gráfica del movimiento, como podemos apreciar en diversas pinturas de Marcel Duchamp (la ya mencionada Desnudo bajando una escalera) o Depero (Tren naciendo del sol). En el ámbito literario apenas habría que destacar algunos poemas de Marinetti, muy cercanos a los de Apollinaire, y del soviético Maikovski (150 millones), estos últimos mucho más interesantes.

El Dadaísmo nació en el Café Voltaire, de Zurich (Suiza), en 1918, de la mano del exiliado rumano Tristan Tzara. Desde su mismo nombre ―que pretende imitar el balbuceo de un bebé: “Da da da…”―, esta vanguardia destacará por su afán rupturista y provocador, sin ninguna idea clara ni original más allá de la mezcla de tendencias y estilos en una pretensión claramente rebelde y alborotadora. Max Ernst (La Virgen castigando al Niño Jesús) y Marcel Duchamp (Fuente y L.H.O.O.Q.) serán algunos de sus principales exponentes plásticos.

En el ámbito literario apenas destacamos las provocaciones de Tzara en sus instrucciones “Para hacer un poema dadaísta” que prefigura, en cierta manera, el juego de los “Cadáveres exquisitos” que llevarían a cabo una década más tarde los escritores surrealistas.

Para hacer un poema dadaísta

Tristan TZARA

Coja un periódico. 
Coja unas tijeras. 
Escoja en el periódico un artículo de la longitud que cuenta darle a su poema. 
Recorte el artículo. 
Recorte en seguida con cuidado cada una de las palabras que forman el artículo y métalas en una bolsa. 
Agítela suavemente. 
Ahora saque cada recorte uno tras otro. 
Copie concienzudamente 
en el orden en que hayan salido de la bolsa. 
El poema se parecerá a usted. 
Y es usted un escritor infinitamente original y de una sensibilidad hechizante, aunque incomprendida del vulgo. 

El movimiento vanguardista más importante fue, sin duda, el Surrealismo, cuya influencia todavía hoy podemos apreciar en muchos productos artísticos. Nacido a partir del Manifiesto del Surrealismo, firmado por André Breton y publicado en octubre de 1924, su propio nombre (sur, del francés: sobre, súper) nos remite incontestablemente a las teorías psicoanalíticas de Sigmund Freud. Breton lo definió como el “dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón”. El Surrealismo se moverá en el mundo onírico: lo sueños donde se alojan los impulsos reprimidos, los complejos, las filias y fobias, los deseos ocultos de violencia y sexualidad. El poeta Daumal lo describió como “llevar lo evidente hasta el absurdo”.

La pléyade de pintores que plagaron sus obras de toques surrealistas es enorme: desde Max Ernst (La tentación de San Antonio) hasta Salvador Dalí ―uno de sus principales abanderados y divulgadores― (Instrumento masoquista, Autorretrato blando…, Sueño causado por una abeja alrededor de una granada un segundo antes de despertar, Construcción blanda con judías hervidas, Las tentaciones de san Antonio) pasando por Picasso (Bañista jugando a la pelota), Chirico (La vuelta de Ulises) o Magritte (Esto no es una pipa, La invención colectiva, Los amantes, La condición humana).

La artista Maruja Mallo requiere un apartado propio y reivindicativo. Exiliada tras la contienda civil, la pintora gallega fue una de las figuras más relevantes del Surrealismo. Amiga de Salvador Dalí, Rafael Alberti, García Lorca, María Zambrano y Concha Méndez, fue una de las creadoras del movimiento de Las Sinsombrero, al que más adelante dedicamos un apartado. Como dibujante publicó en La gaceta literaria y en la Revista de Occidente, dirigida por José Ortega y Gasset quien, impresionado por la calidad del trabajo de la artista, le organizó una exposición en los salones que la revista poseía en Madrid. Instalada en París en los primeros años de la década de 1930, entabló amistad con André Breton, Magritte, Joan Miró y Paul Éluard, que admiraban y apreciaban sus pinturas e ilustraciones, convirtiéndose en una autora de referencia dentro del movimiento surrealista. Muy apreciada fuera de España, a que la regresó en 1962, realizó exposiciones de su obra en Nueva York, París y Buenos Aires.

También el cine fue un gran filón para los surrealistas que vieron, en este nuevo arte, un medio ideal donde dar rienda suelta a sus producciones oníricas. El éxito y el escándalo de la película Un perro andaluz, dirigida por Luis Buñuel y Salvador Dalí, catapultaría a la fama internacional al director turolense que continuaría dotando su extensa cinematografía de unos peculiares toques surrealistas: La edad de oro, El ángel exterminador, Viridiana, El discreto encanto de la burguesía, etc. Por su parte, Dalí intervendría como decorador y estilista en momentos surrealistas de grandes películas como Recuerda o Vértigo, ambas dirigidas por Alfred Hitchcock; e incluso colaboraría con Walt Disney en una joya de las películas animadas como fue la malograda Destino. Otro cineasta y escritor, el francés Jean Cocteau, también se sumaría al uso de elementos y estética surrealista en películas como la hermosa y delicada La Bella y la Bestia y la más irregular El testamento de Orfeo.

La prueba más evidente de que el Surrealismo no ha dejado de influir en el arte cinematográfico lo hallamos en muchas de las películas dirigidas o producidas por Tim Burton (Big Fish, Pesadilla antes de Navidad, Alicia en el País de las Maravillas); pero también lo encontramos en otros directores como Martin Scorsese (Shutter Island), Roman Polanski (Repulsión), David Lynch (Cabeza borradora) o Jim Jarmusch (Dead Man).

En el ámbito literario el Surrealismo también encontró un lugar donde exponer sus ideas habida cuenta de que su fundador era principalmente escritor. Con su libro Antología del humor negro (1940), André Breton retrocedió hasta obras y autores del siglo XVIII, como Jonathan Swift o el Marqués de Sade, a los que señaló como antecedentes de la literatura surrealista. La antología incluye a 45 escritores entre los que podemos encontrar, junto a los dos citados, a Thomas de Quincey, Edgar Allan Poe, Baudelaire, Lewis Carroll, l’Isle-Adam, Nietzsche, Rimbaud, O. Henry, André Gide, Alfred Jarry, Apollinaire, Picasso (¡!), Kafka o, incluso, Dalí.

Los rasgos más destacables del Surrealismo literario están ligados a las técnicas psicoanalíticas descritas por Freud en sus libros: el empleo del monólogo interior, el uso de la escritura automática (stream of consciousness), la descripción de los sueños como complemento de la realidad, la ruptura con la representación realista, el humor disruptivo y transgresor (negro)…

Marcel Proust (En busca del tiempo perdido), James Joyce (Ulises) y William Faulkner (El sonido y la furia) sentaron las bases en la década de 1920 del Surrealismo literario que sería continuado en décadas posteriores hasta la actualidad. Un ejemplo extraído del último capítulo de la novela Ulises (1922) puede ser un momento arquetípico del uso de la escritura automática. La novela es, entre otras muchas cosas, una parodia de la Odisea griega, pero esta vez concentrada en un único día de junio en Dublín. La infiel Molly Bloom es el trasunto de la abnegada Penélope, que aguarda la llegada de su esposo Leopold (un Ulises poco heroico). El último capítulo de la novela transcribe los pensamientos de Molly en la cama, donde recuerda a sus amantes, mientras aguarda la llegada de su esposo:

Sí porque él nunca había hecho tal cosa como pedir el desayuno en la cama con un par de huevos desde el Hotel City Arms cuando solía hacer que estaba malo en voz de enfermo como un rey para hacerse el interesante con esa vieja bruja de la señora Riordan que él se imaginaba que la tenía en el bote y no nos dejó ni un ochavo todo en misas para ella sola y su alma grandísima tacaña como no se ha visto otra con miedo a sacar cuatro peniques para su alcohol metílico contándome todos los achaques tenía demasiado que desembuchar ………………….

Y 57 páginas después, la novela concluye:

 me besó al pie de la muralla mora y yo pensé bueno igual da él que otro y luego le pedí con los ojos que lo volviera a pedir sí y entonces me pidió si quería yo decir sí mi flor de la montaña y primero le rodeé con los brazos sí y le atraje encima de mí para que él pudiera sentir los pechos todos perfume sí y el corazón le corría como loco y sí dije sí quiero SÍ.

 

  1. La Edad de Plata.

El primer tercio del siglo XX, que tiene en los escritores modernistas el inicio de su esplendor, continúa con el denominado Novecentismo o Generación del 14, para concluir de manera extraordinaria con la Generación del 27. El crítico José Carlos Mainer denominó con mucha fortuna Edad de Plata a este periodo único, donde las artes brillaron y alcanzaron una excelencia que no se había dado en las letras castellanas desde el Siglo de Oro.

  • El Novecentismo o Generación del 14.

Los escritores novecentistas, nacidos casi todos en la década de los ochenta del siglo XIX, hicieron su aparición en la literatura hacia 1910. Su actitud de crítica y rechazo hacia el 98 y el Modernismo fue patente ya desde la propia denominación como grupo: Novecentismo, vocablo derivado de “novecientos”; haciendo de este modo hincapié en que la generación anterior todavía pertenecía al siglo XIX. Sin embargo, en muchos de ellos ―Juan Ramón Jiménez o Gabriel Miró, por ejemplo― es fácil observar, sobre todo en sus primeras manifestaciones artísticas, las huellas de escritores inmediatamente anteriores. Ahora bien, la estética novecentista prefirió la actitud intelectual en lugar de la emoción noventayochista; el concepto y la reflexión frente al desasosiego y el subjetivismo; una visión serena del problema nacional frente al pesimismo del 98 o la torre de marfil modernista; un afán vanguardista que está en el otro extremo del realismo castizo; una actitud aristocrática de la cultura muy lejos de todo plebeyismo; una especial atención dedicada al ensayo, a la investigación y a la ciencia ―como es el caso de Ortega y Gasset, Gregorio Marañón…―. Y todo esto valiéndose de una expresión sobria, pero cuidada.

El guía intelectual de esta generación fue el filósofo madrileño José Ortega y Gasset (1883-1955). Formado en Alemania y criado en un ambiente privilegiadamente culto, Ortega será el propagador en España de una forma de concebir la literatura, por medio de una pluma brillantísima y de una ideas que cautivaron inmediatamente a una buena parte de la juventud universitaria de la época, inquieta y ansiosa de novedades, deseosa de romper con todo lo que sonara a decimonónico. Ortega, erigido en una especie de apóstol o profeta laico, realizó su labor no solo a través de sus escritos, sino principalmente desde sus clases en la Universidad de Madrid y, sobre todo, con la creación de la Revista de Occidente, tribuna, altavoz y trampolín desde donde muchos autores de la época iniciaron su carrera literaria.

No obstante, la mayor influencia de Ortega en el arte, y especialmente en la literatura de su tiempo, se llevó a cabo a través de una serie de libros publicados desde 1914 como Meditaciones del Quijote, España invertebrada, Ideas sobre la novela, para terminar en la influyente La deshumanización del arte (1924), donde el filósofo realiza una reflexión sobre el arte y la literatura que ha recorrido Europa desde la irrupción de las vanguardias a comienzos del siglo XX. He aquí un fragmento de este importante ensayo:

Aunque sea imposible un arte puro, no hay duda alguna de que cabe una tendencia a la purificación del arte. Esta tendencia llevará a una eliminación progresiva de los elementos humanos, demasiado humanos, que dominaban en la producción romántica y naturalista. Y en este proceso se llegará a un punto en que el contenido humano de la obra sea tan escaso que casi no se le vea; entonces tendremos un objeto que solo puede ser percibido por quien posea ese don peculiar de la sensibilidad artística. Sería un arte para artistas, y no para la masa de los hombres; será un arte de casta y no demótico.

He aquí por qué el arte nuevo divide al público en dos clases de individuos: los que lo entienden y los que no lo entienden; esto es, los artistas y los que no lo son. El arte nuevo es un arte artístico.

Uno de los escritores más relevantes de esta generación tan poco literaria es el asturiano Ramón Pérez de Ayala. Hombre culto y de una preocupación intelectual constante, Pérez de Ayala fue un infatigable experimentador. Sus obras más importantes son las novelas Belarmino y Apolonio, protagonizada por un zapatero filósofo y otro dramaturgo, cuya trama argumental es muy débil, pues se emplea la novela como vehículo intelectual para plantear problemas humanos de alcance universal (“Hay tantas verdades como puntos de vista”, dice uno de los personajes); y Tigre Juan o El curandero de su honra. En ellas el escritor crea unos personajes de una gran riqueza ideológica, no se detiene en la anécdota ni la descripción y, muy conscientemente, deja paso a la reflexión, a la conversación intelectual. Son lo que podríamos decir “novelas filosóficas”. Además, se atreve con el perspectivismo, es decir, la narración desde diferentes puntos de vista de acontecimientos que acontecen en un mismo momento cronológico, tal y como ocurre en un capítulo de Tigre Juan.

 

La vida de Tigre Juan y la vida de Herminia, confundidas y disueltas en el remanso conyugal, se bifurcaron de pronto, como el río que, ante un obstáculo, se abre en dos brazos, con que lo rodea, no pudiendo saltar sobre él. De aquí adelante, cada vida había de seguir su curso, misterioso para la otra; pero las dos tenían ya que ser vidas paralelas. Entre una y otra vida y a través de la distancia, era fatal que existiesen mutua correspondencia, misteriosas resonancias, secreta telepatía e influjo recíproco.

Así fluía la vida de Tigre Juan

 

     Aquel día, al besar a Herminia en la frente y en las manos, Tigre Juan se figuró percibir en ella una sacudida, un estremecimiento, que a él mismo se le comunicó. Salió desasosegado de casa, con una vaga ansiedad. ¿Estaría enferma Herminia? Si Herminia se muriese…

    Perderla, ¿cómo?

    Tigre Juan, varonilmente, desafió con el pensamiento la posibilidad de perder a Herminia.

Así fluía la vida de Herminia

 

     Al ver delante a Herminia, Vespasiano retuvo su aplomo, que en aquel trance, más que nunca le hacía falta.

     —Siéntate —dijo—. Vas a caer, con el traqueteo del tren.

     —Caída, perdida estoy para siempre.

     —Todavía no. Si concluyes perdiéndote, será por tu gusto.

      —No por mi gusto. Sí por mi voluntad.

Sabedor de que sus obras tenían poco atractivo para el lector medio, Pérez de Ayala las salpimentó con toques de humor, fina ironía y la carga de humanidad suficiente para equilibrar referencias cultas, diálogos trufados de ideas y reflexiones o símbolos que llegaban a asfixiar a sus personajes y, en ocasiones, abrumar al lector. Sin ninguna explicación, a los 46 años publicó su última novela, en plena madurez creadora… Todavía vivió otros 36 años más.

Frente a la exuberancia de Ramón Gómez de la Serna ―a quien nos referiremos más adelante―, encontramos la obra y la figura del exquisito Gabriel Miró. Miró parecen pasar de puntillas debido a varios motivos: su muerte prematura a los 50 años y su condición de escritor marginal, provinciano, centrado en la descripción de su Alicante natal. Su literatura nació de la sensibilidad y logró una de las prosas más bellas de la lengua castellana, con un dominio de las descripciones y la transmisión de sensaciones que lo equipara a su contemporáneo francés Marcel Proust quien escribió en su monumental En busca del tiempo perdido:

Queremos buscar en las cosas, que por eso nos son preciosas, el reflejo que sobre ellas lanza nuestra alma, y es grande nuestra decepción al ver que en la Naturaleza no tienen aquel encanto que en nuestro pensamiento les prestaba la proximidad de ciertas ideas [….]. El recordar una determinada imagen no es sino echar de menos un determinado instante, y las casas, los caminos, los paseos, desgraciadamente son tan fugitivos como los años.

Miró, como el genio francés, fue un contemplativo que consiguió trasladar a su obra la melancolía y la tristeza de unas sensaciones que tienen el paisaje levantino como motivo fundamental de su obra; un paisaje recreado por Miró con honda emoción humana, con una sensualidad desbordante y con una belleza dirigida a los sentidos y, por tanto, sensorial, repleta de metáforas, de aromas, de nítida luz. Como es seña de identidad en los autores de esta generación, las anécdotas y los argumentos de sus novelas son débiles, apenas aprehensibles, pues muchas de sus obras son un conjunto de estampas, de situaciones delimitadas. Así sucede, por ejemplo, en su libro El humo dormido. Sin embargo, Nuestro Padre San Daniel y su continuación El obispo leproso unen a los rasgos líricos arriba señalados una carga de crítica social que las hacen destacar sobre el resto de novelas estáticas del autor alicantino.

No obstante, nuestra favorita es Años y leguas (1928), su última creación, donde el personaje de Sigüenza, alter ego del propio autor, vuelve a aparecer para convertirse en los ojos y los sentidos por los que el lector accede a unos paisajes naturales y humanos en cuyas descripciones Miró vuelca toda su genialidad.

[Tras beber en una fuente] Aquella sombra y esta agua tenían categorías distintas para las gentes del campo, según las disfrutase Sigüenza o las aprovechase un jornalero. La sombra que Sigüenza buscó era un concepto y una capacidad de delicias; el agua, un refocilo de creación en el que se gusta la caricia, el aliento y el matiz de la naturaleza que ella ha tocado en su camino. Desde la umbría del árbol de Sigüenza se ve el paisaje oloroso. Para el labriego es la sombra de un árbol concreto desde donde se cuentan los bancales de cada vecino de la comarca; el aire es el bueno para la trilla, y el agua, la de su sed. Para nosotros, evocación; para ellos, precisión.

Años y leguas es un libro de viajes, pero también el canto final a un mundo que está a un paso de desaparecer.

Un enfermo, en esta anchura de sol, en esta obligación de salud de la faena agrícola, es la amenaza y el maleficio para los sanos. Un enfermo significa la casa oscura. A mediodía, los hijos pequeños se asoman al portal. Les sacan de comer; y, en seguida, les dicen que se vayan al ejido. Siempre silencio. En el peldaño, se acuesta el perro despedido que mira hacia la entrada como preparando el aúllo. Todos ven llegar y salir al médico, que lleva el periódico que le envían de Valencia. En el rincón de la cocina hay un silla con almohadas; unas manos grandes, cruzadas en la curva del cayado inmóvil; una cabeza con un pañuelo de algodón que le faja las sienes amargas; y debajo, unos ojos que se clavan, todo el día, en los legones, en las azadas, en las esportillas, en los aparejos, que están arrimados a un pilar, esperando.

Ramón Gómez de la Serna es un referente imprescindible para conocer la génesis y evolución de los diversos movimientos vanguardias. Pintoresco, extravagante e ingenioso, Ramón, como era conocido, se convirtió en un personaje de referencia en la literatura anterior a la guerra civil. Cuando terminó esta, el escritor madrileño se exilió a Buenos Aires donde falleció.

Autor de obras de muy diferente carácter, Ramón adquirió una gran popularidad por sus “greguerías”, definidas por él mismo como “Metáfora + Humor”. Breves, ingeniosas y con cierta musicalidad, las greguerías son, unas veces, una afirmación desgarrada y angustiosa ante situaciones existenciales, para caer otras en la más pura frivolidad o el chiste producto del juego de palabras. Estas son algunas de las miles que escribió:

 

—El pez más difícil de pescar es la pastilla

de jabón dentro de la bañera.

—El sostén es el antifaz de los senos.

—La araña es la zurcidora del aire.

—La gaseosa es agua con hipo.

—Los tornillos son clavos peinados con raya

en medio.

—El 8 es el reloj de arena de los números.

—La Y es la copa de champán del alfabeto.

—El termómetro es la pluma estilográfica de

la fiebre.

—El bebe se saluda a sí mismo dando la

mano a su pie.

—Dormir la siesta es morir de día.

—El libro es un pájaro con más de cien alas

para volar.

—Las almejas son las castañuelas del mar.

—El ciervo es el hijo del rayo y del árbol.

—La pulga hace guitarrista al perro.

—Las golondrinas entrecomillan el cielo.

—Los lagos son los charcos que quedaron

del diluvio.

—La jirafa es un caballo alargado por la

curiosidad.

—El verdugo es igual al antropófago: los

dos matan para comer.

—El tenedor es la radiografía de la

cuchara.

—La muerte es hereditaria.

—Lee y piensa, que para no pensar tienes

siglos.

—El libro es el salvavidas de la soledad.

Conferenciante ingenioso, biógrafo y crítico de arte, editor de revistas, autor de teatro experimental, cuentista y novelista prolífico, Ramón fue genial en todos los géneros que tocó, dentro de una desigualdad que no pareció importarle. Como escribió Octavio Paz: «Él no es un gran escritor, es la Escritura». De las muchas narraciones que escribió citaremos El novelista, Seis falsas novelas, La viuda blanca y negra, El circo, El doctor inverosímil y su autobiografía Automoribundia.

  • La otra generación del 27: la novela de humor y las Sinsombrero.

La etiqueta que encabeza este apartado fue acuñada por el dramaturgo José López Rubio en 1983, en su discurso de ingreso a la Real Academia Española. Era una reacción lógica contra el afán por incluir bajo el marco de la Generación del 27 únicamente a poetas… y únicamente a los poetas que aparecieron en la fotografía que fue realizada, en el Ateneo de Sevilla, con motivo del III Centenario de la Conmemoración de la muerte de Góngora. Que todos aquellos jóvenes, por entonces, poetas y estudiosos formaban dicha generación, resultaba obvio; pero también había que reivindicar que junto a ellos también podían caber otros poetas que no acudieron a dicho acto, y también otros prosistas, y sobre todo muchas mujeres que, bajo el movimiento de Las Sinsombrero intentaron reivindicar el papel cultural de la mujer en la España de pre-guerra.

Por edad y por inclinación habría que incluir a Enrique Jardiel Poncela, José López Rubio, María Zambrano, Edgar Neville, Wenceslao Fernández Flórez, Carmen Conde, Francisco Ayala, Elena Fortún, Rosa Chacel, Antonio Lara «Tono», Carmen de Burgos, Miguel Mihura y muchos otros y otras.

Para no extender mucho este artículo, y porque algunos de ellos serán vistos en otros momentos, nos detendremos en algunos/as novelistas que publicaron sus obras en los años 30.

Enrique Jardiel Poncela no solo es uno de los grandes innovadores del teatro español del siglo XX, sino que también escribió, y publicó en la editorial Biblioteca Nueva, cuatro novelas tan iconoclastas como su autor, pero vertebradas todas ellas por el humor inteligente que siempre caracterizó al escritor madrileño. Amor se escribe sin hache, ¡Espérame en Sibera, vida mía!, La tourneé de Dios y Pero ¿hubo alguna vez once mil vírgenes? son su notable contribución a la prosa de humor. Novelas descabelladas y descabaladas, con el único propósito de divertir y divertirse al escribirlas, son hoy unas rarezas deliciosas muy recomendables si lo que se anda buscando es la diversión pura, sin toques sociales ni políticos. Publicadas entre 1929 y 1932, preceden n al éxito teatral y al viaje a Hollywood, junto a López Rubio, Martínez Sierra y Edgar Neville, contratados todos ellos como guionistas para las versiones españolas de la 20th Century Fox. A imitación de Ramón Gómez de la Serna, Jardiel Poncela también publicó algunos volúmenes de aforismos. He aquí una pequeña muestra:

No debe uno casarse por interés… a no ser que necesite dinero.

—Todo lo que a las mujeres les interesa de la cabeza de un hombre es el sombrero.

—El que quiera vivir mucho tiempo que no lo pierda.

—Los muertos, por mal que lo hayan hecho, siempre salen en hombros.

—La muerte hace subir cien mil metros las admiraciones.

—Hay dos sistemas de lograr la felicidad: uno, hacerse el idiota; otro, serlo.

—El ser débil es el más cruel. Toda crueldad nace del miedo.

—El fútbol es el bacilo de la guerra civil.

—Todo arte es una mentira hermosa.

—Historia es exactamente lo que se escribió, pero ignoramos si es exactamente lo que sucedió.

—Al que no tiene éxito, todo éxito ajeno le parece injusto.

—El éxito adormece; el fracaso excita.

—Un ser de tres años es un niño; un niño de treinta años es un loco.

—Lo que se lee sin esfuerzo ninguno, se ha escrito siempre con gran esfuerzo.

—Media humanidad se esfuerza por hacer leyes justas, y la otra media se esfuerza por no cumplirlas.

——El humorismo, como toda  planta ligera, tiene raíces profundas.

También el jiennense Antonio Lara, más conocido como «Tono», dejó alguna que otra pincelada en la novela, junto a sus triunfos teatrales. Diario de un niño tontoAutomentirobiografía, Los caballeros las prefieren castañas, la parodia antirrepublicana María de la Hoz, escrita en colaboración son Miguel Mihura, o la ya tardía Memorias de mí son algunas muestras de este también dibujante que durante muchos años intervino en la revista La Codorniz, aunténtica cantera de notables humoristas españolas dedicados a regatear y engañar a la censura franquista. Fue tanta la influencia de esta revista, donde podemos encontrar las firmas españolas más destacadas de mediados del siglo XX, que incluso acuñó un adjetivo: humor codornicesco, definido como “humor disparatado, pero inteligente, en tiempos duros”. Un ejemplo: contemplamos a dos indigentes mal vestidos, refugiándose bajo unos trapos. Uno de ellos se lamenta: “¡Qué ganas tengo de que venga el verano para solo pasar hambre!”

El tercer vértice de este triángulo del humor fue el gallego Wenceslao Fernández Flórez, autor de gran éxito sobre todo por su afiliación a la tendencia conservadora y, por tanto, alabado tras la contienda civil y la victoria de los nacionales. No obstante, su fama fue merecida. El malvado Carabel, El hombre que compró un automóvil y, sobre todo, El bosque animado lo convierten en un autor al que conviene recordar, dueño de una prosa descriptiva de gran calado donde lo lírico y lo humorístico se dan la mano.

 

Reciben la denominación de Las Sinsombrero una treintena de mujeres que cultivaron las artes y el pensamiento, y que fueron coetáneas de la llamada Generación del 27. El sobrenombre de Las Sinsombrero les viene de una acción que tuvo lugar en los años 20 y que la pintora Maruja Mallo narra de este modo.

Un día se nos ocurrió a Federico [García Lorca], a Dalí, a Margarita Manso, que era estudiante [sic] de Bellas Artes, y a mí quitarnos el sombrero porque decíamos “parece que estamos congestionando las ideas”, y atravesando la Puerta del Sol nos apedrearon llamándonos de todo […] Ahhh, nos llamaron maricones por no llevar sombrero… Se comprende que Madrid vio en eso como un gesto rebelde y por otro lado narcisista […]. Yo me acuerdo de que salía de mi casa con mi abrigo de piel de nutria y salían al balcón a ver si era verdad que yo no llevaba sombrero llevando nutria…

Junto a un buen número de pintoras, escultoras y poetas, cabe destacar las figuras de la filósofa María Zambrano y de las novelistas Carmen de Burgos, Concha Méndez, Rosa Chacel y Carmen Conde. Algunos críticos tilden a este nutrido grupo como la Edad de Oro de la literatura femenina española. Sin embargo, en una sociedad profundamente machista como la de aquellos años, su influencia intelectual fue lamentablemente mínima; a lo que hay que añadir que tras la guerra civil muchas de ellas se vieron en la necesidad vital de exiliarse y, por tanto, su labor artística fue ninguneada durante los años de la Dictadura.

Rosa Chacel publicó su primera novela en 1930, Estación. Ida y vuelta, que podría enclavarse dentro de la prosa vanguardista de la época. Tras la contienda civil se instala en Argentina, donde va a continuar publicando sus novelas: Teresa, Memorias de Leticia Valle y La sinrazón. Tras la muerte del general Franco, regresa a España y publica una de sus obras más relevante, la novela Barrio de Maravillas que consiguió el Premio de la Crítica de 1976.

Considerada como la primera periodista profesional de España, la almeriense Carmen de Burgos, que firmaba sus obras como “Colombine”, fue una mujer adelantada a su tiempo. En una época predominante masculina y machista, Colombine no cejó en su empeño en labrarse un nombre y una reputación literaria en un ambiente copado casi exclusivamente por hombres. Su obra más destacable es, sin duda, la novela Puñal de claveles. Se trata de una novela periodística o documental, a la manera en que Truman Capote concebiría su exitosa A sangre fría algunas décadas después. En ella la autora describe y narra, partiendo de un hecho real, el crimen perpetrado por el novio sobre su prometida y el amante de esta, en el día de su boda. Cualquier lector avezado habrá advertido que se trata de una versión novelada del drama Bodas de sangre, que Lorca estrenaría años más tarde. Ambas obras literarias parten de un hecho real ocurrido en una aldea de Almería.

Junto con su esposo, el poeta Manuel Altolaguirre, Concha Méndez fundó la editorial La Verónica, de la que surgieron importantes revistas literarias de la época como Héroe, 1616 o Caballo verde para la poesía, donde publicaron los más importantes artistas españoles de la primera mitad del siglo XX. Destacó como una poeta original y prolífica.

La cartagenera Carmen Conde no dejó nunca de escribir. Aunque centrada en una ingente labor poética, Carmen Conde también publicó, a partir de los años 40, una buena cantidad de relatos y una decena de novelas (Vidas contra su espejo, Cartas a Katherine Mansfield, Las oscuras raíces, Cobre, etc.). Tras la contienda civil tuvo que emplear diversos pseudónimos para conseguir publicar su obra, pues su nombre estaba ligado a la defensa de la República y, por tanto, devino en una represaliada. Se convirtió en 1979 en la primera mujer en convertirse en miembro de la Real Academia Española.[1]

 

 

3.4. La novela durante la Guerra Civil.

El estallido de la contienda civil frenó la evolución normal de la cultura española. O bien porque hubo muchas víctimas (García Lorca y Muñoz Seca, por citas a los más conocidos), o bien porque todos priorizaron el acto de supervivencia al desarrollo cultural, o bien porque hubo a quienes les sorprendió lejos de España, lo que resulta evidente es que la guerra supuso un parón abrupto y traumático para los autores.

Obligados por fe o por necesidad, a los escritores se les ofreció una disyuntiva: o no escribir, o hacerlo en apoyo de uno de los dos bandos. Juan Ramón Jiménez y Vicente Aleixandre, por ejemplo, optaron por acallar sus voces mientras hablaban las armas. Otros, sin embargo, contribuyeron con sus escritos a motivar a los combatientes, como pudiera ser el caso de Miguel Hernández o Gerardo Diego, respectivamente.

En el ámbito de la novela pocas obras podemos destacar de una mediana calidad literaria: se trató de novelas escritas rápidamente, maniqueas y radicales, que aprovechaban la coyuntura para exaltar al aliado o atacar al enemigo. La novela de aquellos años apenas se recuerda, porque poco hay que recordar. No obstante, podemos destacar a dos autores que sobresalen de entre todo el caudal mediocre, cuando no pésimo, de la producción novelística bélica.

En el bando autodenominado Nacional hay que señalar la figura de Agustín de Foxá, poeta, novelista, dramaturgo, periodista y diplomático, procedente de familia noble ―ostentó el título de Conde de Foxá―. Su obra más importante es la novela Madrid, de corte a checa (1938), publicada en Salamanca, y donde describe los acontecimientos que desencadenaron el alzamiento militar. La obra empieza en abril de 1931 y concluye en 1937. El autor pretendió imitar el estilo galdosiano de los Episodios Nacionales. Aunque tendenciosa y maniquea, hoy en día es un documento histórico de gran valor al describir lugares y aspectos del Madrid de la II República.

El autor más destacado de esta literatura bélica es el sevillano Manuel Chaves Nogales, tal vez el más famoso periodista y cronista de la época. Viajero incansable, fue testigo de los más importantes acontecimientos del siglo XX: la revolución bolchevique, la I Guerra Mundial, la guerra civil española y la II Guerra Mundial. Sus ideas políticas lo llevaron a exiliarse a Francia, primero, y más tarde a Londres, donde falleció en 1944 a los cuarenta y seis años de edad. En los años previos a la contienda civil sobresalió por dos libros de difícil clasificación: la novela-crónica El maestro Juan Martínez que estaba allí, una obra donde se mezcla el humor y la tristeza sobre las peripecias de un cantaor flamenco sorprendido en Moscú en plena revolución bolchevique; y la novela biográfica Juan Belmonte, matador de toros, publicado tras la retirada de los ruedos de la figura revolucionaria de la tauromaquia.

El malogrado Chaves Nogales destacó siempre por lo equilibrado de sus ideas y el estilo llano, y a la vez certero, de su prosa. Buscador incansable de la verdad por encima de cualquier ideología, se erigió siempre como una voz incómoda en una España dividida y radical, y en una Europa donde germinaban los totalitarismos. Su volumen de cuentos A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España tal vez sea el mejor documento literario sobre los horrores de la guerra narrado por un testigo de primera mano.

 

  • La novela española en el exilio.

Hay que ser cautos a la hora de juzgar la novela escrita por autores españoles que se vieron en la necesidad imperiosa de exiliarse. Ubicados principalmente en países hispanoamericanos, por cuestiones de cultura, también podemos encontrar a otros autores que prefirieron un ambiente anglófono (Luis Cernuda, Ramón J. Sender, Francisco Ayala, Pedro Salinas o Arturo Barea, por ejemplo). Es evidente que no se puede obviar la labor de estos novelistas, pero tampoco darle una importancia que no tienen por la simple razón de que su obra no llegó a nuestro país hasta muchos años después, tras el fallecimiento del dictador. Tarea de un gran escritor es también influir en sus colegas contemporáneos, hecho que no aconteció en los autores tratados en este apartado puesto que sus novelas fueron desconocidas en España, al ser drásticamente prohibidas, o llegaron solo a un público muy minoritario y clandestino.

Un caso paradigmático de lo que hemos comentado lo hallamos en la figura del pacense Arturo Barea. De origen humilde y casi autodidacta ―pues era hijo de una lavandera del río Manzanares―, su capacidad para aprender idiomas lo colocaron en un puesto destacado durante el conflicto bélico (responsable del servicio de censura de la prensa extranjera). Tras la derrota republicana huyó a Inglaterra, donde terminó falleciendo antes de cumplir los 60 años. Aunque su obra no es muy extensa ―dos libros de cuentos, dos ensayos y cuatro novelas―, el éxito de la trilogía La forja de un rebelde, escrita en castellano pero publicada originariamente en inglés durante la II Guerra Mundial (1941-44), lo convirtieron en un autor de referencia cuyo nombre fue propuesto para el premio Nobel de Literatura. La forja, La ruta y La llama son los tres títulos que conforman la mencionada trilogía, repleta de innumerables referencias autobiográficas. Narrada en primera persona, el relato cuenta las peripecias de un humilde muchacho madrileño durante las primeras décadas del siglo XX. El protagonista deviene en el testigo de la convulsa situación de España y recorre algunos de los principales acontecimientos de nuestro país, como la campaña africana en el Rif y la guerra civil. La novela se popularizó en España tras el fallecimiento del general Franco y gracias, sobre todo, a una exitosa serie de televisión.

Nacido en Francia de una familia judeo-alemana, pero afincado en Valencia desde niño, Max Aub se nos presenta como un autor polifacético y prolífico que abarcó desde la poesía y la novela, hasta el teatro y el ensayo, pasando por los libros de memorias (quizás el género en el que más destacó), los microrrelatos, los cuentos, los guiones cinematográficos y un ingente epistolario. Había estrenado ya algunas piezas teatrales antes del estallido de la guerra, además de haber publicado un libro de poemas y tres novelas. Tras la derrota republicana, consiguió escapar a Francia, donde fue capturado por los alemanes. Finalmente, y después de muchas peripecias, consiguió exiliarse en México. Su hexalogía El laberinto mágico es una obra capital para entender de primera mano algunos acontecimientos de la contienda española. De claro origen autobiográfico, esta magna obra recorre las peripecias del protagonista/autor desde la década de los años 30 hasta los últimos días de la guerra civil, que acontecen en el puerto de Alicante. Está formada por Campo cerrado, Campo de sangre, Campo abierto, Campo del moro, Campo francés y Campo de los almendros, considerada esta última como la mejor de la serie. Todos los títulos están recorridos por la desesperación, la quiebra y las contradicciones de la naturaleza humana. A la última de estas novelas pertenece este fragmento:

Estos que ves ahora deshechos, maltrechos, furiosos, aplanados, sin afeitar, sin lavar, cochinos, sucios, cansados, mordiéndose, hechos un asco, destrozados, son, sin embargo, no lo olvides nunca pase lo que pase, son lo mejor de España, los únicos que, de verdad, se han alzado, sin nada, con sus manos, contra el fascismo, contra los militares, contra los poderosos, por la sola justicia; cada uno a su modo, a su manera, como han podido, sin que les importara su comodidad, su familia, su dinero. Estos que ves, españoles rotos, derrotados, hacinados, heridos, soñolientos, medio muertos, esperanzados todavía en escapar, son, no lo olvides, lo mejor del mundo. No es hermoso. Pero es lo mejor del mundo. No lo olvides nunca, hijo, no lo olvides.

Aunque había declarado no regresar a España mientras el general Franco siguiera vivo, Max Aub retornó a nuestro país en 1969 para documentarse sobre una biografía de Luis Buñuel en la que estaba trabajando. Fruto de esta experiencia surgió La gallina ciega, un libro de memorias fundamental para conocer cómo era nuestra tierra a finales de los 60 y para advertir, en el exiliado, que el país que ahora visitaba ya había dejado de ser el suyo. Se trata de documento triste sobre la soledad que se tiñe de cinismo, una crítica punzante para ocultar el sentimiento del expatriado, la pérdida de unos referentes que habían perdido su capacidad de generar nostalgia.

El autor del exilió más destacado, puesto que ya se había convertido en un autor de referencia antes de salir de España, fue el oscense Ramón J. Sender, que había saltado a la fama con su novela Imán, ambientada la guerra de África y, posteriormente, con Mr. Witt en el cantón, donde recreaba las vicisitudes políticas y sociales de los convulsos tiempos de la I República y la posterior Restauración. A esta le siguieron Casas Viejas, novela-reportaje, antecedente de la alabada A sangre fría de Capote, donde Sender recreaba uno de los episodios más lamentables de la II República: la brutal represión que la Guardia de Asalto llevó a cabo contra los jornaleros anarquistas de la pedanía gaditana que da título a la obra. El éxito de esta novela provocó una segunda parte: Viaje a la aldea del crimen.

No obstante, la obra más importante del autor aragonés será la enealogía Crónica del alba. Un enorme caudal narrativo formado por nueve novelas de tamaño mediano (Crónica del alba, Hipógrifo violento, La Quinta Julieta, El mancebo y los héroes, La onza de oro, Los niveles del existir, Los términos del presagio, La orilla donde los locos sonríen y La vida comienza ahora) publicado en el exilio y a lo largo de 24 años. De clara raigambre autobiográfica, se trata de una novela de aprendizaje (bildungsroman) que describe la infancia, adolescencia y juventud de José Garcés ―trasunto del propio autor cuyo nombre completo era Ramón José Sender Garcés― durante las convulsas y peligrosas décadas previas al estallido de la contienda civil. Otros títulos que gozaron de cierta popularidad fueron El bandido adolescente ―recreación de la figura legendaria de Billy the Kid―, la novela epistolar La tesis de Nancy ―que aprovecha la comicidad que surge al contraponer la cultura norteamericana con la andaluza; el éxito llevó a su autor a publicar cuatro continuaciones más, aunque de menor calidad― y, principalmente, Réquiem por un campesino español, una excelente novela breve que describe los estragos de la guerra en la retaguardia.

Sociólogo de formación, el granadino Francisco Ayala es el otro gran nombre entre los autores exiliados. Publicó sus primeros libros antes de cumplir los veinte años, pero saltaría a una fama efímera con los volúmenes de relatos El boxeador y un ángel y Cazador en el alba, que podemos ubicar en la corriente vanguardista y experimental de los años 20. Sin embargo, no sería hasta su exilio en Argentina, Puerto Rico y EE. UU. cuando aparecieron sus grandes dotes como prosista. Sus títulos se nos muestran esquivos e inclasificables, pues salvo alguna novela ortodoxa como Muertes de perro o El fondo del vaso, se especializó en textos misceláneos, a medio camino entre la narración ficticia, la crónica histórica y la crítica de arte como Los usurpadores, El jardín de las delicias y La cabeza del cordero.

Destacó como un importante traductor principalmente de autores alemanes como Thomas Mann o Emil Ludwing, aunque también tradujo obras italianas, francesas, portuguesas e inglesas. Tras el advenimiento de la democracia regresó a España donde falleció a los 103 años de edad después de alcanzar los mayores reconocimientos de la literatura española: un sillón en la Real Academia de la Lengua, el Premio Nacional, el Premio Príncipe de Asturias y el Premio Cervantes.

Enumerar los muchos escritores exiliados sería una tarea que superaría las limitaciones de este artículo. No obstante bien merecen una sucinta referencia la ensayista María Zambrano (La tumba de Antígona), la autora de novelas románticas Carlota O’Neill (Historia de un beso), la periodista y cuentista Luisa Carnés (Mujeres obreras); junto al también ensayista y autor de novelas históricas Salvador de Madariaga (El corazón de piedra verde), así como el humorista Paulino Masip (El diario de Hamlet García).

Vistos desde la distancia advertimos la grandeza de estos escritores que, a miles de kilómetros de España, continuaron usando el castellano como lengua de creación. La constancia con que se empeñaron en transmitir sus ideas y sus vivencias resulta encomiable, al mismo tiempo que entrañable, pues su empresa no tuvo casi ninguna repercusión ni influencia en nuestro país hasta muchos años después, cuando sus palabras era únicamente un mero testimonio histórico y poco tenían ya que aportar o podían influir en los incipientes y jóvenes autores. Los novelistas que iniciaron su obra en los años 50 partieron de un panorama yermo, salvo muy destacadas y aisladas excepciones como la obra de Miguel Delibes, Camilo J. Cela, Carmen Laforet o Ana María Matute. Arturo Barea, Ramón J. Sender y muchos otros que, de citarlos, sobrepasarían los límites de este artículo, pudieron ser sus mentores, los modelos donde verse reflejados… pero la guerra y el posterior exilio lo desbarataron todo, quebrando el discurrir normalizado del arte.

 

4.Conclusión.

En el próximo artículo asistiremos a la resurrección de la novela española tras los años de la barbarie bélica. A partir de los años iniciales de la década de 1940, la narrativa española iniciará una carrera de velocidad para intentar alcanzar a los países del resto de Europa (Francia, Reino Unido, Alemania e Italia, sobre todo). Los movimientos, las tendencias y las generaciones de narradores se sucederán de manera ininterrumpida desde la publicación en 1942 de La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela, auténtico pistoletazo de salida para esta carrera donde la intelectualidad española pretendió (y lo consiguió) subirse al tren de la Modernidad, hasta el fallecimiento del dictador Franco, que coincidirá con el inicio de la denominada Nueva Novela Española propiciada por el éxito de público y crítica de La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza.

La descripción y el comentario de estas tres décadas (1942-1975) serán el tema de las próximas entregas de esta serie sobre la novela española del siglo XX.

 

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA

 

https://www.lassinsombero.com/proyecto-crossmedia

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BROWN, Gerald G., Historia de la literatura española. Tomo 6/1. El siglo XX, Ariel, Barcelona, 199314.

FERNÁNDEZ REI, María, “¿Quiénes fueron las ‘sinsombero’?”, en muyhistoria.es [en línea]. [Consulta: 9 de mayo de 2018].

GARCÍA DE DUEÑAS, Jesús, ¡Nos vamos a Hollywood!, Ed. Nickel Odeon, Madrid, 1993.

GARCÍA DE LA COCHA, Víctor (coord.), Época contemporánea. 1914-1939, en Francisco Rico (coord.), Historia y crítica de la literatura española. Tomo 7. Editorial Crítica, Barcelona, 1997.

GULLÓN, Germán, “W. Fernández Flórez. Las cuatro novelas canónicas”, en El Cultural, 11-17 febrero 2022.

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VILLANUEVA, Darío, “W. Fernández Flórez. El escritor en su lugar”, en El Cultural, 11-17 febrero 2022.

 

[1] Junto a las escritoras aquí mencionada, también hay que citar otras artistas como las pintoras Maruja Mallo ―a la que ya aludimos en páginas anteriores―, Remedios Varo, Ángeles Santos y Margarita Manso, o la escultora Marga Gil-Roësset. Otras escritoras fueron, por ejemplo, Josefina de la Torre, Lucía Sánchez, Carlota O’Neill, Elena Fortún, Consuelo Berges o la también poeta Ernestina de Champourcín.

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