Empiezo una serie de cuatro artículos donde pretendo realizar un recorrido muy rápido y, desde luego, selectivo por la novela española de una parte del siglo XX. Se trata de unos artículos que buscan la divulgación por encima de todo. Soy consciente de dejar nombres, obras y aspectos fuera de estas líneas. No es esto ni un ensayo ni un libro de texto. Se trata más bien de realizar una visión general por autores, obras y épocas de nuestra historia literaria desde mis gustos y mis reflexiones.
Alta Edad Media, Renacimiento, Ilustración, Edad Moderna… son algunos de los diferentes apartados en que solemos dividir el devenir histórico y cultural. A poco que los analicemos detenidamente advertiremos que son meras etiquetas inventadas por historiadores y críticos por diversos motivos: por un lado, enmarcar temporalmente los acontecimientos que conforman la historia de la humanidad; y, por otro lado, facilitar al estudiante o al curioso, que se acerca a conocer aquellos hechos que nos precedieron, un modo de catalogación y delimitación que facilite su análisis, estudio y comprensión. Sin embargo, estas etiquetas son totalmente artificiales y se utilizan por un motivo meramente práctico. La historia de la humanidad es un continuum en el que, en consonancia con las leyes de la Física, las causas generan consecuencias y estas, a su vez, se convierten en nuevos motores de otros efectos. Pretender delimitar o parcelar este flujo constante obedece a una intención únicamente funcional que nos sirve de ayuda para entender mejor estas causas y sus efectos.
El mundo de la literatura, como parte de la cultura humana, no es ajeno a esta parcelación artificial, motivada por diversas razones tanto prácticas como, en algunos casos, interesadas. La artificiosidad de estas divisiones es fácil apreciarlas en muchos autores, sobre todo en aquellos que gozaron de una larga vida (y obra) o en los que vivieron a horcajadas entre diversas tendencias (llamémoslas así para facilitar el entendimiento del lector). Jacinto Benavente (que estrenó su primer drama en 1894, durante el Modernismo, y el último en 1954, en el apogeo de la denominada literatura social), Benito Pérez Galdós (que publicó su primera novela en 1870, y con ella afianzó el Realismo español, y la última en 1915, en plena efervescencia vanguardista), o Juan Ramón Jiménez (cuyo primer poemario data de 1900, cuando el Modernismo estaba evolucionando hacia otras metas, y el último apareció en 1950, cuando predominaba la poesía existencial)[1] son tres ejemplos de autores cuya obra es inclasificable, aunque los manuales al uso se empecinen en enclavarla en determinadas épocas culturales. La cantidad de su producción, así como los muchos años en activo, imposibilitan que podamos circunscribirlos bajo una única etiqueta, a no ser que deseemos ocultar lo evidente (lo que muchos denominan “excepciones”) y reducir la obra de tres autores difícilmente simplificables.
Al iniciar el estudio de la novela que se desarrolló en España desde finales del siglo XIX hasta la llegada de la España democrática de 1975, observamos que este continuum al que hacíamos alusión en líneas anteriores se ve interrumpido, en lo que respecta al orden cultural por el estallido de la Guerra Civil (1936-1939) y por la onda expansiva que nos afectó durante la II Guerra Mundial (1939-1945). Esta quiebra cultural, que abarcaría casi una década, nos obliga a dividir este flujo en dos momentos: la literatura de preguerra y la de postguerra. Críticos, historiadores e incluso los propios artistas se han encargado de etiquetar y catalogar lo que, a su juicio, han sido las diversas tendencias, modas o variantes que se han ido desarrollando durante estos años. Para facilitar el entendimiento del alumnado recurriremos al empleo de estas etiquetas de un modo práctico y funcional. No obstante, debemos insistir en la artificiosidad de las mismas y en que el lector ha de entender que la evolución de la novela española (de toda la literatura universal) es un proceso continuo, producto de la ley física de causa-efecto, que se va desarrollando desde la creación de la literatura.
El siglo XIX fue el siglo de la novela. Autores románticos, realistas y naturalistas construyeron un ingente corpus de obras narrativas que satisfizo el gusto de una clase social, la burguesía, que se vio fiel y ampliamente retratada en ellas. Con la irrupción en la década de 1830 de la novela folletinesca, o novela por entregas, las narraciones decimonónicas adquirieron proporciones enormes al tener que cubrir una gran demanda. El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas, o Casa desolada, de Charles Dickens, fueron algunas de las muestras más evidentes del “engorde” de las narraciones. Puesto que cada semana aparecía un capítulo en un periódico o revista, y puesto que el autor del mismo recibía una considerable cantidad de dinero de acuerdo con el éxito de su novela, es lógico suponer que a más capítulos, más ingresos. De ahí que las novelas del siglo XIX sean volúmenes de considerable envergadura que, como en los casos arriba señalados, sobrepasan las mil quinientas páginas. Si las novelas románticas llenaban sus hojas de aventuras y peripecias, las novelas realistas y naturalistas las van a abarrotar de descripciones de una minuciosidad, en algunos casos, realmente exasperante.
Pero esta preeminencia de la novela realista está a punto de verse cuestionad; y la invención del cinematógrafo en 1895 será uno de los puntos de inflexión de este cambio en los gustos del público y, por tanto, en el quehacer de los autores. Lo cierto es que el cinematógrafo cambió la manera de narrar. Cuando este nuevo invento abandonó las barracas de feria e inició su andadura en el mundo de las artes, sus primeros directores y guionistas recurrieron, como era obvio, al gran material que tenían disponible en el ámbito de la narración: la novela romántica y realista. La ya mencionada El conde de Montecristo, Notre Dame de París u Oliver Twist, por citar solo algunos títulos, fueron de las primeras novelas adaptadas al celuloide. La conclusión no se hizo esperar: ¿para qué invertir un montón de horas leyendo enormes volúmenes?, ¿para qué esperar la siguiente entrega de una novela que parecía eternizarse? Era más fácil, cómodo y barato asistir a una sala de cine donde, en dos horas, pasaba ante los ojos del espectador la increíble historia de Quasimodo, el campanero de la catedral de París, o las peripecias de Edmundo Dantés. Las descripciones se aligeraron y, con ello, la narración se agilizó y se adelgazó como el único medio posible para poder combatir la competencia del cinematógrafo. Un fragmento extraído del relato «Cerrera, cerrera…» del volumen Castilla (1912), muestra el modo en que Azorín, gran aficionado al cine, construye la escena basándose en la técnica del montaje cinematográfico. Es el final del relato en el que se nos cuenta la historia de un joven estudiante que, tras casarse con una mujer licenciosa, es abandonado por esta:
El hidalgo —antiguo alumno de la Universidad salmanticense— está solo en su casa. Hace dos años que no vive en ella más que él. Todas las tardes, en invierno y en verano, el caballero se encamina hacia el río. Hay allí un molino a la orilla del agua; junto a la puerta se extiende un poyo de piedra; en él se sienta el caballero. […]Un día, al regresar al anochecer el hidalgo a su casa, encontrose con una carta. Conoció la letra del sobre; durante un instante permaneció absorto, inmóvil. Aquella misma noche se ponía en camino. A la tarde siguiente llegaba a una ciudad lejana y se detenía, en una sórdida callejuela, ante una mísera casita. En la puerta estaba un criado que guardaba la mula de un médico.
Pero hubo también otros cambios de parámetros que influyeron en el surgimiento de una nueva corriente cultural y social, entre los que destaca la disposición “anti-cientificista” del arte. Esta inclinación era una tendencia lógica, puesto que el afán “cientificista” que había cimentado las últimas décadas del siglo XIX, y cuyo exponente más visible había sido la novela naturalista, contenía en su esencia el germen de su destrucción. Autores como Zola, en Francia, o Emilia Pardo Bazán, Vicente Blasco Ibáñez o Eduardo Zamacois, en España, habían entendido la novela como la sala de operaciones o la consulta de un médico. Partiendo de los postulados científicos de Charles Bernard, del positivismo de Auguste Comte y de las teorías deterministas de Charles Darwin, los escritores habían devenido en doctores y sus personajes, en pacientes. La novela era una descripción de síntomas que afectaban a unos seres; la tarea del autor era localizarlos, describirlos y buscar posibles soluciones. La bestia humana y Naná, de Zola, o La enferma y Punto negro, de Eduardo Zamacois, son algunos ejemplos de esta novela naturalista y cientificista (o pseudocientífica).
Ante este panorama no es de extrañar que, con el tiempo, apareciera el hartazgo en los lectores que cada vez se sentían más incómodos ante la descripción de una realidad que, aunque sabían que era la suya, no les apetecía volver a encontrar en sus momentos de distracción o descanso. Es decir, el péndulo que desde la Edad Antigua había ido oscilando desde la razón hasta los sentimientos comenzaba a alejarse ahora de aquella y se acercaba a un arte y una sociedad más inclinada a seguir los motivos del corazón y los impulsos de los sentimientos.
En ese momento el lector echa en falta más imaginación y fantasía, menos culto a la minuciosidad. En la literatura británica encontramos los primeros síntomas de ese cambio hacia una prosa más imaginativa y menos realista. Lewis Carroll (Alicia en el país de las maravillas, 1865; una de las más tempranas muestras y, por ello, aislada en medio de una moda más realista), R. L. Stevenson (La isla del tesoro, 1883; El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde, 1886), Joseph Conrad (Lord Jim, 1900; El duelo, 1907), Oscar Wilde (El retrato de Dorian Gray, 1890) o Arthur Conan Doyle (Estudio en escarlata, 1887; Las aventuras de Sherlock Holmes, 1892) son los más claros exponentes de que algo está cambiando: las novelas se adelgazan, las descripciones se subordinan a las acciones y a las peripecias de los personajes, los elementos fantásticos desplazan a las inquietudes socio-económicas burguesas. Aunque todavía hay autores que se aferran a los postulados realistas (como Thomas Hardy, Lejos del mundanal ruido; o Henry James, Las bostonianas), es evidente que la tendencia ha comenzado a invertirse. Será precisamente este autor norteamericano quien dé la puntilla definitiva a la novela realista/naturalista con la publicación en 1899 de La vuelta de tuerca, inaugurando una nueva manera de narrar que, y sin exageración, podemos asegurar que ha llegado hasta nuestros días.
Un científico-naturalista y un filósofo alemán van a ser imprescindibles para entender el salto cualitativo que se produce en la evolución de la literatura a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Las teorías de Charles Darwin —El origen de las especies se publica en 1859 y dos años después, El origen del hombre— y las obras de Friedrich Nietzsche —Así habló Zaratustra (1885), La genealogía de la moral (1887)— cimentaron una nueva realidad social que anticipaba un mundo menos “espiritual”, más libre, sin la rigurosidad de la moral burguesa. Su influencia en toda la literatura finisecular fue importantísima. Surge, entonces, lo que podría denominarse “literatura moderna”: un cambio radical en los planteamientos estéticos que habían servido de guía para la literatura de los siglos anteriores. Esto supone que se experimente por caminos no transitados hasta el momento y que se propongan nuevas formas de expresión artística. El viaje, sin embargo, es lento: hasta la aparición de los movimientos vanguardistas (de 1905 en adelante) no podemos hablar de ruptura total con el arte anterior.
El Modernismo es el primer paso en este camino de ruptura de la estética del siglo XIX.
Nieto del Barroco e hijo del Romanticismo, el Modernismo se asienta en los postulados sentimentales que consideran el arte como un medio de evasión ante una realidad industrializada y materialista que le disgusta. El autor modernista crea la imagen de la torre de marfil, de la jaula de oro donde se encierran él y sus personajes. El dandy y el snob son personas y personajes que, al igual que los románticos de mediados del siglo XIX, buscan a través de las creaciones artísticas un modo de huir de una realidad que no les satisface.
Hacemos nuestras las palabras de José Carlos Mainer quien, en su ensayo La Edad de Plata, define de este modo el Modernismo:
El Modernismo surge en el último cuarto del siglo XIX, primero en Hispanoamérica y después en España. Lo inician escritores como José Martí o Julián del Casal, si bien es el nicaragüense Rubén Darío el que lo consolida definitivamente en Azul… (1888). El Realismo y el Naturalismo empezaban a decaer. Los escritores españoles e hispanoamericanos se rebelan contra el espíritu utilitario de la época, sobreponiendo los valores artísticos. Va creándose así un ambiente innovador que pretende revisar, más que romper, todos los valores aceptados. Por tanto, como dice Federico Onís, «el Modernismo es la forma hispánica de la crisis universal de las letras y del espíritu que se había de manifestar en el arte y en los demás aspectos de la vida». Así pues, el Modernismo es una actitud vital. […] El Modernismo se caracteriza por los cambios operados en el modo de pensar (no tanto de sentir, pues en lo esencial sigue fiel a arquetipos emocionales románticos), a consecuencia de las transformaciones ocurridas en la sociedad occidental del siglo XIX. La industrialización, el positivismo filosófico, la politización creciente de la vida provocan en las .gentes, y desde luego en los artistas, una reacción compleja y a veces devastadora. El artista, partiendo de la herencia romántica, se siente al margen de la sociedad y rebelde contra ella. En la época modernista la protesta contra el orden burgués aparece con frecuencia en formas escapistas. El artista rechaza la indeseable realidad (la realidad social, no la natural) en la que ni puede ni quiere integrarse, y busca caminos para la evasión. Uno de ellos, acaso el más obvio, lo abre la nostalgia y conduce al pasado; otro, trazado por el ensueño, lleva a la transfiguración de lo distante (en el tiempo, en .el espacio, o en ambos); lejos de la vulgaridad cotidiana. Suele llamárseles indigenismo y exotismo, y su raíz escapista y rebelde es la misma.
El volumen Azul…, publicado en Valparaíso (Chile) en 1888, formado por cuentos y poemas, es la primera muestra en lengua española de esta nueva estética. Rubén Darío se erige como el adalid de una nueva sensibilidad deudora del gusto romántico por los países exóticos o la mezcolanza de géneros. El inicio de uno de los breves cuentos de este volumen, «La muerte de la emperatriz de China», es un ejemplo de este cambio de registro que huye del realismo en las descripciones y prefiere —como las técnicas impresionistas que, por esas mismas fechas, irrumpen en el mundo pictórico y desplazan a las realistas— las breves pinceladas:
Delicada y fina como una joya humana vivía aquella muchachita de carne rosada, en la pequeña casa que tenía un saloncito con los tapices de color azul desfalleciente. Era su estuche.
¿Quién era el dueño de aquel delicioso pájaro alegre, de ojos negros y boca roja? ¿Para quién cantaba su canción divina, cuando la señorita Primavera mostraba en el triunfo del sol su bello rostro riente, y abría las flores del campo, y alborotaba la nidada?
Jardines, estanques de aguas quietas donde los nenúfares flotan junto a cisnes que pasean su nívea figura, mundos extraídos del exotismo y el erotismo de los relatos de Las mil y una noches donde princesas u odaliscas dejan pasar las horas y los días con lánguida indolencia… El escritor modernista no arremete contra una sociedad que odia. En su lugar, prefiere despreciarla ignorándola, creando una nueva u ocultándose en un escenario voluptuoso.
No es una tendencia únicamente hispana.
En Italia, aparece la figura de Gabriele d’Annunzio que publica novelas como El placer (1889) y El triunfo de la muerte (1894), y poemarios (Poema paradisíaco, 1893), donde desarrolla uno de los rasgos más característicos del Modernismo: el decadentismo, que se había hecho visible tras la publicación de À rebours (A contrapelo), del francés Huysmans en 1884. El artista italiano definió el término como «la decadente y sensual búsqueda de la belleza». No obstante, resulta difícil localizar una frase o un momento exacto dentro de estas narraciones; es más bien la sensación que transmite el conjunto, la amalgama de muchos elementos que van desde el hedonismo hasta el misticismo pasando por la sensualidad, el erotismo, la displicencia, la pasión y la exquisitez, conceptos en muchas ocasiones demasiados subjetivos para poder ser definidos. Algunos momentos de Sonata de Otoño, de Valle-Inclán, que reproduciremos más adelante, servirán como ejemplo de decadentismo, como rasgo propiamente modernista.
También por esos años, en Gran Bretaña, el irlandés Oscar Wilde publica El retrato de Dorian Gray (1890): una novela a medio camino entre la fantasía y el retrato de una época que va periclitando. Nos interesa detenernos en algunas líneas del prefacio de esta obra que se convirtieron en una poética no solo de su autor, sino de todo un movimiento cultural.
El artista es el creador de cosas bellas. Revelar el arte y ocultar al artista es la finalidad del arte.
La más elevada, así como la más baja de las formas de crítica, son una manera de autobiografía. Los que encuentras intenciones feas en cosas bellas, están corrompidos sin ser encantadores.
Los que encuentran bellas intenciones en cosas bellas, son cultos.
Existen los elegidos para quienes las cosas bellas significan únicamente belleza.
Un libro no es, en modo alguno, moral o inmoral. Los libros están bien o mal escritos. Esto es todo.
Ningún artista tiene simpatías éticas. Una simpatía ética en un artista constituye un amaneramiento imperdonable de estilo.
Ningún artista es morboso. El artista puede expresarlo todo.
Es al espectador, y no a la vida, a quien refleja realmente el arte.
La diversidad de opiniones sobre una obra de arte indica que la obra es nueva, compleja y vital. …
Podemos perdonar a un hombre el haber hecho una cosa útil, en tanto que no la admire. La única disculpa de haber hecho una cosa inútil es admirarla intensamente.
Todo arte es completamente inútil.
El movimiento se expande como la pólvora y la publicación en 1896 de Prosas profanas y otros poemas, de Rubén Darío, es la confirmación definitiva de que el Modernismo ocupa, por derecho propio, un hueco en la historia de los movimientos culturales. El desastre de 1898 y el giro que tomarán los intelectuales a partir de entonces están aún lejos y, además, son poco menos que impensables; de ahí que Rubén Darío continúe alimentando la estética modernista con lugares exóticos y ritmos sensuales, como se puede apreciar en «Sonatina», uno de los ejemplos más evidentes de esta estética:
La princesa está triste… ¿qué tendrá la princesa?
Los suspiros se escapan de su boca de fresa,
Que ha perdido la risa, que ha perdido el color.
La princesa está pálida en su silla de oro,
Está mudo el teclado de su clave sonoro;
Y en un vaso olvidada se desmaya una flor.
[…]
¡Oh, quién fuera hipsipila que dejó la crisálida!
(La princesa está triste. La princesa está pálida)
¡Oh, visión adorada de oro, rosa y marfil!
¡Quién volara a la tierra donde un príncipe existe
(La princesa está pálida. La princesa está triste)
Más brillante que el alba, más hermoso que abril!
Una estética a la que se suman Ramón Mª del Valle-Inclán (con el poemario La pipa de kif y el ensayo La lámpara maravillosa), Juan Ramón Jiménez (con Arias tristes y Jardines lejanos) y los dos Machado: Antonio (con Soledades. Galerías. Otros poemas) y Manuel (con Alma y Caprichos). Aunque publicados muchos de estos títulos en el siglo XX, los poemas que contienen fueron concebidos y escritos durante el periodo plenamente modernista, en el que, en un primer momento, se “desconfía” de la novela, al haber sido este el género preferido de las pretensiones realistas/naturalistas. Se tiende a poetizar la prosa, siguiendo sobre todo las líneas que había iniciado Charles Baudelaire en sus Pequeños poemas en prosa (1869, póstumamente). El ejemplo español más señalado, junto a los cuentos de Rubén Darío, es Platero y yo, que Juan Ramón Jiménez comenzó a escribir en 1906 y vio la luz en 1917.
¡Los gorriones! Bajo las redondas nubes, que, a veces, llueven unas gotas finas, ¡cómo entran y salen en la enredadera, cómo chillan, cómo se cogen de los picos! […]
Viajan sin dinero y sin maletas; mudan de casa cuando se les antoja; presumen un arroyo, presienten una fronda, y solo tienen que abrir sus alas para conseguir la felicidad; no saben de lunes ni de sábados; se bañan en todas partes, a cada momento; aman el amor sin nombre, la amada universal. (capítulo LXIII)
Mientras que en otras latitudes, la prosa modernista se desarrolla tan abundantemente como la lírica, en España es bastante más escasa. La hallamos en algunas obras de Azorín (sobre todo en las narraciones que conforman el volumen Castilla), en ciertos momentos de las nivolas de Unamuno y en algunos diálogos de las trilogías barojianas. Sin embargo, es en la producción narrativa del gallego Valle-Inclán donde encontramos los ejemplos más evidentes de esta tendencia evasionista, exótica y decadente que son los signos más distintivos del Modernismo[3]. A los rasgos arriba señalados, Juan Antonio Garrido Ardila añade la interioridad psicológica, o perspectiva interiorizadora, y la conciencia estética e innovadora.
La prosa del Valle-Inclán se recrea en un mundo de sensaciones, de paisajes de ensueño o de pesadilla. Su postura modernista le obliga a edificar un mundo sustentado por la estética y la sensualidad, sin correlato con la realidad. A su primer libro de cuentos, Femeninas. Seis historias amorosas (1895), se unen otros dos: Epitalamio. Historias de amores (1897) y Jardín umbrío. Historias de santos, de almas en pena, de duendes y de ladrones (1903). Pero sobre todo serán las Sonatas donde Valle-Inclán va a exponer su poética y a dar rienda suelta a su afán por alcanzar una obra meramente estética y, por tanto, inútil en su perfecta belleza.
Las «Memorias del marqués de Bradomín», que es el subtítulo bajo el que se publican los libros de esta tetralogía, suponen una utilización exquisita de los elementos de la estética prerrafaelista y decadente, del simbolismo y la hagiografía más intrínsecamente medievales y castellanas. Todo cabe en ellas: sacrilegios, fornicaciones, robos, adulterios, crímenes, incestos, necrofilia… Cada una de las cuatro novelas —Sonata de Otoño (1902), Sonata de Estío (1903), Sonata de Primavera (1904) y Sonata de Invierno (1905)— es un laberinto formado por guiños al lector e ironías sobre los propios personajes y sobre la estética modernista, en la que se inscriben con todo merecimiento.
Avant la lettre, Valle-Inclán plasma en sus Sonatas las ideas ortegianas sobre la deshumanización del arte y la novela lírica: entendida esta como algo cerrado, que no ha de ampliar horizontes, sino reducirlos, como un mero —pero perfecto— juego estético, regodeándose en sus logros sonoros y visuales. Aunque se inscriben bajo el subtítulo de «Memorias», y aunque cada una de ellas refiere un paralelismo entre las estaciones del año y las épocas de una vida (primavera: juventud; estío: plenitud; otoño: madurez; invierno: vejez), carecen del rigor y la exhaustividad subjetiva de la autobiografía y no son un intento de recomponer la historia de una personalidad entera, pues únicamente atienden a un episodio erótico-sentimental. Las memorias de Xavier Bradomín —«un don Juan feo, católico y sentimental», como el propio personaje se define— son tan falaces como su sonrisa.
Mis manos, distraídas y doctorales, comenzaron a desflorar sus senos. Ella, suspirando, entornó los ojos, y celebramos nuestras bodas con siete copiosos sacrificios que ofrecimos a los dioses como el triunfo de la vida. (Sonata de estío)
Cada una de ellas se desarrolla en una geografía diferente, en correlación con la edad del protagonista. Primavera acontece en una región de Italia, donde todavía predomina la religión y la superstición, y los paisajes adquieren tonalidades de relato lúgubre contado a un niño. Estío se desplaza a la calidez y los sudores de la tierra mexicana, castigada por el sol y la sensualidad que aporta el clima tropical. Otoño posee la lentitud y parsimonia de la tierra gallega donde tiene lugar, entre pazos ancestrales y jardines devorados por la vegetación y la desidia. Y, por último, Invierno nos trae la nieve en el cabello del protagonista y en las calles de Estella, en los descansos lánguidos y húmedos del conflicto carlista en tierras navarras. Sin embargo, frente a esta realidad externa, prevalecerá siempre la introspección psicológica como una de las características más destacables de la literatura modernista.
La recreación de la corte del pretendiente don Carlos refleja la inclinación de Valle-Inclán por la causa carlista. La postura política del autor sigue siendo objeto de muy diversas interpretaciones. No obstante, parece evidente que su tradicionalismo y su carlismo obedecieron principalmente a motivos estéticos, como su indumentaria, por ejemplo.
Yo hallé siempre más bella la majestad caída que sentada en el trono, y fui defensor de la tradición por estética. El carlismo tiene para mí el encanto de las viejas catedrales, y aun en los tiempos de la guerra, me hubiese contentado con que lo declarasen monumento nacional. (Sonata de invierno)
Esta radicalización la hallamos también en otros autores modernistas como D’Annunzio o el norteamericano Edza Pound, que se decantaron hacia el fascismo.
Al igual que el Barroco, también el Modernismo reflexiona sobre el devenir imparable del Tiempo. El arte se convierte en el único modo de detener el cauce temporal (El retrato de Dorian Gray, de Wilde, es uno de los ejemplos más evidentes) y Valle-Inclán, a través de las palabras de su protagonista, no pierde la ocasión para recurrir a la añoranza y el recuerdo como el modo más válido de frenar el deterioro de las cosas y las personas. El héroe, pues, deviene y se identifica con el artista moderno enfrentado a un entorno hostil y cambiante.
«Mi amor adorado, estoy muriéndome y sólo deseo verte». ¡Ay! Aquella carta de la pobre Concha se me extravió hace mucho tiempo. Era llena de afán y de tristeza, perfumada de violetas y de un antiguo amor. Sin concluir de leerla, la besé. Hacía cerca de dos décadas que no me escribía, y ahora me llamaba a su lado con súplicas dolorosas y ardientes. Los tres pliegos blasonados traían la huella de sus lágrimas, y la conservaron largo tiempo. La pobre Concha se moría retirada en el viejo Palacio de Brandeso, y me llamaba suspirando. […] El viejo rosal de nuestros amores volvía a florecer para deshojarse piadoso sobre una sepultura. ¡La pobre Concha se moría! (Sonata de Otoño)
Como soy muy viejo, he visto morir a todas las mujeres por quienes en otro tiempo suspiré de amor. De una cerré los ojos, de otra tuve una triste carta de despedida, y las demás murieron siendo abuelas, cuando ya me tenían en olvido. Hoy, después de haber despertado amores muy grandes vivo en la más triste y más adusta soledad del alma, y mis ojos se llenan de lágrimas cuando peino la nieve de mis cabellos. ¡Ay, suspiro recordando que otras veces los halagaron manos principescas! Fue mi paso por la vida como potente florecimiento de todas las pasiones. Uno a uno, mis días se caldeaban en la gran hoguera del amor. Las almas más blancas me dieron entonces su ternura y lloraron mis crueldades y mis desvíos, mientras los dedos pálidos y ardientes deshojaban las margaritas que guardan el secreto de los corazones. Por guardar eternamente un secreto, que yo temblaba de adivinar, buscó la muerte aquella niña a quien lloraré todos los días de mi vejez. ¡Ya habían blanqueado mis cabellos cuando inspiré amor tan funesto! (Sonata de Invierno)
Esta lucha contra el paso implacable del Tiempo es un rasgo característico del arte de fin de siglo y de la literatura modernista. Valle-Inclán prefiere rescatar las cosas y los objetos de un tiempo pasado, e inmortalizarlo dentro de la urna construida con un lenguaje alambicado, arcaico, sutil y bello. Es el placer de la sonoridad lo que cuenta —«el arte por el arte», en palabras del francés Gautier—, más allá de la verdad o de la verosimilitud de la situación, siempre subordinada a la capacidad de sugestión y al efecto que las palabras producen en nuestros sentidos.
Yo callé compadecido de aquel pobre exclaustrado que prefería la Historia a la Leyenda, y se mostraba curioso de un relato menos interesante, menos ejemplar y menos bello que mi invención. ¡Oh, alada y riente mentira, cuándo será que los hombres se convenzan de la necesidad de tu triunfo! ¿Cuándo aprenderán que las almas donde solo existe la luz de la verdad, son almas tristes, torturadas, adustas…? ¡Salve, risueña mentira, pájaro de luz que cantas como la esperanza! […] ¡Viejo pueblo del sol y de los toros, así conserves por los siglos de los siglos tu genio mentiroso, hiperbólico, jacaresco, y por los siglos te aduermas al son de la guitarra, consolado de tus grandes dolores, perdidas para siempre la sopa de los conventos y las Indias! ¡Amén! (Sonata de Invierno)
El cambio o evolución que se produce en los intelectuales finiseculares se debe, en el mundo hispánico, principalmente a un momento histórico que trastoca la percepción de la realidad: la extinción definitiva del Imperio español con la pérdida de las últimas provincias españolas de ultramar.
El 10 de diciembre de 1898 se firmó en París el tratado de paz entre España y EE. UU. Mediante dicho documento, España reconocía la independencia de Cuba y cedía las posesiones de Puerto Rico, Filipinas y la isla de Guam a Estados Unidos. A cambio, recibió una compensación de 20 millones de dólares de la época. Además, y por temor a otro conflicto, España acabó vendiendo a Alemania el resto de sus pequeñas posesiones en el Pacífico: las Islas Marianas, Palaos y las islas Carolinas, por 17 millones de marcos alemanes.
Por otro lado, lo que pasó a la historia como el Desastre del 98, generó en España una sensación de humillación y derrota que marcaría profundamente a las siguientes generaciones. El descalabro del ejército español puso al descubierto súbitamente las grandes carencias del régimen político de la Restauración y su incapacidad para enfrentarse a los graves problemas sociales que atenazaban el país. La necesidad de modernización y democratización se convirtió en un clamor progresivo.
Pío Baroja lo contaba así en su novela El árbol de la ciencia (1911), cuando siendo estudiante en la Facultad de Medicina aconteció el Desastre:
En esta época era todavía Madrid una de las pocas ciudades que conservaba el espíritu romántico. […] Otras ciudades se habían dado alguna cuenta de la necesidad de transformarse y de cambiar; Madrid seguía inmóvil, sin curiosidad, sin deseo de cambio. […] Esta tendencia natural a la mentira, a la ilusión del país pobre que se aísla, contribuía al estancamiento, a la fosilización de las ideas. […]
Se iba a declarar la guerra a los Estados Unidos. Había alborotos, manifestaciones en las calles, música patriótica a todo pasto. […] En todas partes no se hablaba más que de la posibilidad del éxito o del fracaso. […] Los periódicos traían cálculos completamente falsos. Días antes de la derrota encontró a Iturrioz en la calle.
—¿Qué le parece a usted esto? —le preguntó.
—Estamos perdidos.
—Pero ¡si dicen que estamos preparados!
—Sí, preparados para la derrota. […] Pues no hay más que tener ojos en la cara y comparar la fuerza de las escuadras.
—¿De manera que usted cree que vamos a la derrota?
—No a la derrota, a una cacería. Si alguno de nuestros barcos puede salvarse, será una gran cosa.
A este desastre social, político y económico hay que sumar la irrupción de la ideología o filosofía existencialista en el ámbito de la vida cultural española. El existencialismo llega a España través de la Institución Libre de Enseñanza, fundada y dirigida por el filósofo Francisco Giner de los Ríos. Esta corriente de pensamiento nació a mediados del siglo XIX, auspiciada principalmente por el filósofo alemán Schopenhauer y su perspectiva pesimista de la vida. En Parerga y Paralipómena (1862), encontramos este famoso pasaje donde la civilización se compara con una sociedad de erizos.
En un frío día de invierno, una sociedad de erizos se aglomeraba muy estrechamente, con el fin de prevenirse, mediante el mutuo calor, de morir congelados. Pero en seguida sentían las púas, que los hacían distanciarse otra vez a los unos de los otros. Cuando la necesidad de calentarse volvió a acercarlos, sucedió de nuevo lo mismo, de manera que se iban acercando y alejando de acá para allá entre uno y otro, hasta que por fin encontraron una distancia justa entre ellos, en la que podían mantenerse calientes sin hacerse daño.
Así es como la necesidad de compañía, brotada de la vaciedad y monotonía del propio interior, empuja a las personas a juntarse; pero sus muchas propiedades repulsivas y sus muchos defectos intolerables vuelven a apartarlas violentamente. La cortesía y las buenas costumbres son la distancia media que acaban encontrando y con la cual puede subsistir una coexistencia entre ellas. En Inglaterra, a quien no se mantiene en esa distancia le gritan: Keep your distance!
Es cierto que mediante ella se satisface solo de manera incompleta la necesidad de calentarse mutuamente, pero, en compensación, no se siente el pinchazo de las púas. Ahora .bien, quien tiene mucho calor interior propio prefiere permanecer alejado de la sociedad, para no dar molestias ni recibirlas.
Pero el origen del existencialismo hay que buscarlo en la Francia del siglo XVII, donde las ideas barrocas de Blaise Pascal describen la angustia vital del ser humano. En sus Pensamientos, el filósofo y matemático francés coloca las piedras sobre las que se alzará el edificio pesimista del existencialismo contemporáneo.
Todas las desgracias de los hombres proceden de una sola cosa, que es no saber permanecer en reposo en una habitación.
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Cuando considero la corta duración de mi vida, absorbida en la eternidad precedente y siguiente, el pequeño espacio que ocupo e incluso que veo, abismado en la infinita inmensidad de los espacios que ignoro y que me ignoran, me espanto y me asombro de verme aquí y no allí, porque no existe ninguna razón de estar aquí y no allí, ahora y no en otro tiempo. ¿Quién me ha puesto aquí? ¿Por orden y voluntad de quién este lugar y este tiempo han sido destinados a mí?
* * *
¿Qué quimera es, pues, el hombre? ¿Qué novedad, qué monstruo, qué caos, qué sujeto de contradicciones, qué prodigio? Juez de todas las cosas, imbécil gusano de tierra, depositario de lo verdadero, cloaca de incertidumbre y de error, gloria y desecho del universo. […] La condición del hombre es doble: incapaces de ignorar absolutamente y de saber ciertamente.
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Se encarga a los hombres, desde su infancia, del cuidado de su honor, de sus bienes, de sus amigos, e incluso de los bienes y del honor de sus amigos; se les abruma de tareas, del aprendizaje de lenguas y de ejercicios, y se les hace comprender que no podrían ser felices sin que su salud, su honor, su fortuna y la de sus amigos estén en buen estado, y que la falta de una sola cosa les haría desgraciados. Así, se les encomienda cargos y tareas que les hacen preocuparse desde que comienza el día. ¡He ahí, diréis, una extraña manera de hacerles felices! ¿Qué se podría hacer para hacerles desgraciados? ¡Cómo! ¿Qué se podría hacer? No habría más que quitarle todas sus preocupaciones, porque entonces se verían a sí mismos, pensarían en lo que son, de dónde vienen, adónde van, y así no se puede ocuparles demasiado en distraerlos. Y es por lo que, después de haberles preparado tantas tareas, si tienen algún tiempo de descanso, se les aconseja que lo empleen en divertirse, y en jugar, y en estar siempre ocupados. En fin, ¡qué vacío y lleno de basura está el corazón del hombre!
Influidos por esta nueva corriente filosófica y debilitados anímicamente por el Desastre colonial, los modernistas descienden de su torre de marfil. La inutilidad del arte y la búsqueda de la belleza pasan a un segundo plano: la sociedad exige un cambio y, para hacerlo, el intelectual debe mezclarse con el pueblo. En Luces de bohemia (1920), Valle-Inclán hace que su personaje, el poeta ciego Max Estrella, descienda de su buhardilla y acabe falleciendo en la calle, intentando buscar cobijo en el portal de su vivienda, no sin antes enfrentarse con un grupo de poetas (o falsos poetas) que persisten en el afán elitista y el snobismo de la etapa modernista.
MAX: ¡Yo me siento pueblo!
DORIO DE GÁDEX: ¡Yo, no!
MAX: ¡Porque eres un botarate!
DORIO DE GÁDEX: ¡Maestro, usted tampoco se siente pueblo! Usted es un poeta, y los poetas somos aristocracia. […]
MAX: Yo me siento pueblo. Yo había nacido para ser tribuno de la plebe, y me acanallé perpetrando traducciones y haciendo versos. ¡Eso sí, mejores que los que hacéis los modernistas!
E igualmente, el padre del Modernismo, Rubén Darío, cambiará, en su último poemario, Cantos de vida y esperanza (1905), sus versos sonoros y sensuales por poemas reflexivos e incluso políticos. Será el poema «Lo fatal» donde el bardo nicaragüense explicite con más vehemencia este cambio de rumbo:
Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror…
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
y no saber adónde vamos,
¡ni de dónde venimos!...
¿Modernismo vs Generación del 98? ¿Movimientos diferentes o iguales? Y de ser diferentes, ¿en qué se distinguían? Y de ser iguales, ¿en qué se parecían?
La polémica surgió desde bien temprano (1908) y tuvo la participación de un gran número de intelectuales como Ortega y Gasset, Azorín, Maeztu, Unamuno, Maura o Baroja, por citar algunos de los más destacados. Pero continuó durante muchas más décadas en la obra de ensayistas como Laín Entralgo, José Carlos Mainer, Virginia Gibbs, Donald Shaw o, más recientemente, Germán Gullón. No vamos a entrar en ella por juzgarla innecesaria. Como ya dijimos al inicio de este artículo, la literatura es un flujo continuo que, por razones prácticas, se nos presenta en compartimentos que ayudan a una mayor comprensión de esta.
Denominaremos Modernismo a la etapa cultural que surgió en la década de 1880 y llegó hasta la quiebra que supone la I Guerra Mundial (1914-1918) y la irrupción plena de los movimientos vanguardistas, que tiene lugar en el periodo denominado “de entreguerras” (1918-1939). Durante estos años, los autores van evolucionando atendiendo a su propio devenir vital y, por supuesto, influidos por los acontecimientos sociales en los que están inmersos. Como ya hemos comentado en el apartado anterior, los autores españoles se verían hondamente afectados por el Desastre del 98 y por las teorías existencialistas. De ese modo, también su concepción de la literatura evolucionó atendiendo a una realidad que había cambiado de modo drástico y que requería otro estilo para enfrentarse a ella. No solo los autores modernistas españoles evolucionaron, en otros países europeos se produjeron también cambios sociales que afectaron a la cultura como, por ejemplo, el fin de la Época victoriana (1901), en Gran Bretaña, o el denominado caso Dreyfus (1894-1906), que hizo tambalearse la III República francesa.
Por todo ello, entendemos que Modernismo y Noventayochismo, lejos de ser posturas enfrentadas, obedecen a una misma tendencia cultural puesto que el segundo es una evolución del primero, no su opuesto. La base de partida es la misma: a los autores les desagrada el mundo en el que viven. El autor modernista luchará contra esta realidad evadiéndose, en una postura propiamente romántica; mientras que el autor noventayochista, que en no pocas ocasiones será la misma persona pero unos años más vieja, se enfrentará a ella con afán crítico y ánimo renovador.
Para evitar la confusión, denominaremos autores, y obras, noventayochistas aquellos/as que dejaron atrás los rasgos más relevantes del Modernismo (evasionismo, esteticismo, decadentismo, exotismo…) y adoptaron un espíritu más crítico ante la nueva realidad española que surgió a partir de 1898.
A pesar de su corta vida, la revista Juventud (1901-1902) fue el punto de partida de lo que se denominó posteriormente la Generación del 98. En ella, Ramiro de Maeztu, José Martínez Ruiz «Azorín» y Pío Baroja, bajo el nombre del Grupo de los Tres, publicaron un manifiesto donde reclamaban la modernización del país. Aunque posteriormente los miembros de este grupo se distanciaron ideológicamente, su contribución fue la piedra angular sobre la que se alzaron las características más importantes de los noventayochistas. A estos tres nombres se sumaron posteriormente los de Miguel de Unamuno, Ramiro de Maeztu, Valle-Inclán y Antonio Machado.
En la búsqueda de una nueva identidad nacional, tras el Desastre colonial, estos autores retrocedieron al momento fundacional del Imperio que había desaparecido. De ese modo, hubo una revisión de la literatura renacentista y barroca, y la idea de Castilla como germen y motor del imperio extinto provocó que todos lanzaran sus miradas literarias hacia ella, convirtiéndola en una pieza importante de su obra.
Camino de perfección, de Baroja; La ruta de don Quijote y Castilla, de Azorín; Hacia otra España, de Maeztu; Campos de Castilla, de Machado; y Andanzas y visiones españolas, de Unamuno fueron algunos de los títulos que contribuyeron a afianzar a Castilla, su paisaje y sus gentes, como uno de los temas principales de este grupo.
A los ya citados habría que añadir la figura de Ángel Ganivet, ensayista y novelista granadino que se suicidó en 1898, pero cuyos escritos, sobre todo Idearium español y El porvenir de España (surgido de la correspondencia con Unamuno), contribuyeron ideológicamente en este grupo de autores.
Todo el progreso moderno es inseguro, porque no se basa sobre ideas, sino sobre la destrucción de la propiedad fija en beneficio de la propiedad móvil; y esta propiedad, que ya no sirve solo para atender a las necesidades del vivir, y que en vez de estar regida por la justicia está regida por la estrategia, ha de acabar sin dejar rastro, como acabaron los brutales imperios de los medos y de los persas. (Ángel Ganivel, Idearium español)
La europeización de España que proclamaba la intelectualidad del momento se vio modificada por la españolización de Europa, por «que inventen ellos», como dijo Unamuno: más allá de una fe ciega por la ciencia, los escritores noventayochistas prefirieron recluirse en el pesimismo existencial, en una postura idealista y poco pragmática, en la búsqueda de la esencia de lo español en el paisaje, la historia y la literatura de Castilla. Una posición que sorprende teniendo en cuenta que ninguno de ellos era un autor castellano y que varios de ellos (Machado, Valle-Inclán) habían iniciado su obra asumiendo plenamente los postulados modernistas, más cercanos a temáticas universales y no tanto locales.
La publicación en 1902 de algunas de las novelas de estos autores fue el detonante más importante para que su influencia cultural se extendiera. Este es el momento en que asistimos, de manera evidente, a la evolución del Modernismo en España[4]. Ese año se publicó la primera novela de Azorín, La voluntad; así como la primera nivola de Unamuno, Amor y pedagogía; Camino de perfección, de Baroja, y Sonata de otoño, de Valle-Inclán.
El término nivola fue el utilizado por Unamuno para definir algunas de sus novelas. Abel Sánchez, La tía Tula, la mencionada Amor y pedagogía, San Manuel Bueno, mártir y Niebla son algunos de los títulos que podemos enclavar bajo este término. El propio autor habla de ello en Niebla (1914).
—Pero ¿te has metido a escribir una novela?
—¿Y qué querías que hiciese?
—¿Y cuál es su argumento, si se puede saber?
—Mi novela no tiene argumento, o mejor dicho, será el que vaya saliendo. El argumento se hace él solo.
—¿Y cómo es eso?
—Pues mira, un día de estos que no sabía bien qué hacer, pero sentía ansia de hacer algo, una comezón muy íntima, un escarabajeo de la fantasía, me dije; voy a escribir una novela, pero voy a escribirla corno se vive, sin saber lo que vendrá. Me senté, cogí unas cuartillas y empecé lo primero que se me ocurrió, sin saber lo que seguiría, sin plan alguno. Mis personajes se irán haciendo según obren y hablen, sobre todo según hablen; su carácter se irá formando poco a poco. Y a las veces su carácter será el de no tenerlo.
—Sí, como el mío.
—No sé. Ello irá saliendo. Yo me dejo llevar.
—¿Y hay psicología?, ¿descripciones?
—Lo que hay es diálogo; sobre todo diálogo. La cosa es que los personajes hablen, que hablen mucho, aunque no digan nada.
—Pues acabará no siendo novela
—No. Será... será... nivola.
—Y ¿qué es eso, qué es nivola?
—Pues le he oído contar a Manuel Machado, el poeta, el hermano de Antonio, que una vez le llevó a don Eduardo Renoit, para leérselo, un soneto que estaba en alejandrinos o en no sé qué otra forma heterodoxa. Se lo leyó y don Eduardo le dijo; «Pero ¡eso no es soneto! «No, señor —le contesto Machado—, no es soneto, es… sonite». Pues así con mi novela, no va a ser novela, sino... ¿cómo dije?, novito... nebula, no, no, nivola, eso es, ¡nivola! Así nadie tendrá derecho a decir que deroga las leyes de su género... Invento el género, a inventar un género no es más que darle un nombre nuevo, y le doy las leyes que me place. ¡Y mucho diálogo!
También en esta obra, el autor se enzarza con el juego metaliterario y en un momento de la narración hace que Augusto Pérez, el protagonista, visite y dialogue con el propio Unamuno. Un recurso que Pirandello desarrollaría unos años más tarde en su drama Seis personajes en busca de autor (estrenado en 1921).
Aquella tempestad del alma de Augusto terminó, tomo en terrible calma, en decisión de suicidarse. Quería acabar consigo mismo, que era la fuente de sus desdichas propias. Mas antes de llevar a cabo su propósito, como el náufrago que se agarra a una débil tabla, se le ocurrió consultarlo conmigo, con el autor de todo este relato. Emprendió, pues, un viaje acá, a Salamanca, donde hace más de veinte años vivo, para visitarme.
Cuando me anunciaron su visita sonreí enigmáticamente y le mandé pasar a mi despacho-librería.
Empezó hablándome de mis trabajos literarios y más o menos filosóficos, demostrando conocerlos bastante bien, lo que no dejó, ¡claro está!, de halagarme, y en seguida empezó a contarme su vida y sus desdichas. Le atajé diciéndole que se ahorrase aquel trabajo, pues de las vicisitudes de su vida sabía yo tanto corno él, y se lo demostré citándole los más íntimos pormenores y los que él creía más secretos.
—¡Parece mentira! —repetía—, ¡parece mentira! A no verlo no la creería... No sé si estoy despierto o soñando...
—Ni despierto ni soñando —le contesté.
—No me lo explico... no me lo explico —añadió—; mas puesto que usted parece saber sobre mí tanto como sé yo mismo, acaso adivine mi propósito...
—Sí —le dije—, tú —y recalqué este tú con un tono autoritario—, tú, abrumado por tus desgracias, has concebido la diabólica idea de suicidarte, y antes de hacerlo, movido por algo que has leído en uno de mis últimos ensayos, vienes a consultármelo.
—Es que... es que... --balbuceó.
—Es que tú no puedes suicidarte, aunque lo quieras.
—¿Cómo? —exclamó al verse de tal modo negado y contradicho,
—Sí. Para que uno se pueda matar a sí mismo, ¿qué es menester? —le pregunté.
—Que tenga valor para hacerlo —me contestó.
—No —le dije— ¡que esté vivo!
—¡Desde luego!
—¡Y tú no estás vivo!
—¿Cómo que no existo? —exclamó.
—No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía y de la de aquellos de mis lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he escrito yo, tú no eres más que un personaje de novela, o de nivola, o cómo quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.
El mismo autor vasco es el creador del concepto de Intrahistoria (vs Historia). Esta idea vertebrará muchas de las producciones noventayochistas cuyos autores posarán su mirada en la cotidianidad y la rutina como germen y origen, esencia fundamental de un pueblo y de un país. La trilogía «La lucha por la vida» (1904-1905), de Pío Baroja, compuesta por La busca, Mala hierba y Aurora roja, desarrolla la idea unamuniana de la Intrahistoria. Es en un ensayo de 1902, titulado En torno al casticismo, donde Unamuno define el concepto:
Las olas de la Historia ruedan sobre un mar continuo, hondo. Todo lo que cuentan a diario los periódicos, la historia toda del “presente momento histórico", no es sino la superficie del mar, una superficie que se hiela y cristaliza en los libros y registros. Es una capa dura no mayor con respecto a la vida intrahistórica que lleva dentro. Los periódicos nada dicen de la vida silenciosa de los millones de hombres sin historia que a todas horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden del Sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna, esa labor que como la de las madréporas suboceánicas echa las bases sobre las que se alzan islotes de la historia. Sobre el silencio augusto, decía, se apoya y vive el sonido; sobre la inmensa humanidad silenciosa se levantan los que meten bulla en la historia. Esa vida intrahistórica, silenciosa y continua como el fondo mismo del mar, es la sustancia del progreso, la verdadera tradición, la tradición eterna.
Si la Historia son las olas del mar que mueren en la orilla, las tormentas y borrascas que lo agitan, es decir, los hitos que aparecen en los manuales de historia o en los titulares de los periódicos; la Intrahistoria es el conjunto de corrientes invisibles, pero necesarias, que crean aquellas olas y tempestades, la vida anónima y cotidiana de los millones de personas que conforman la sociedad.
Junto a conceptos como Intrahistoria, encontramos la idea de la regeneración de un país mediante la mirada al pasado y a Castilla. Además, no hay que olvidar el intento de creación de nuevos subgéneros literarios, como la nivola que, más allá de lo anecdótico, obedece al propósito de romper con la novela realista. Asimismo aparece la definición del concepto de Cainismo, que también va a marcar gran parte de la obra literaria de los autores noventayochistas. Es un concepto que ya utilizaron los románticos, sobre todo tras la publicación en 1821 de la obra de teatro Caín, de Lord Byron, donde se recreaba el mito bíblico, pero desde el punto de vista de Caín.
El capítulo 4 del libro del Génesis narra cómo Caín, impulsado por la envidia y los celos, asesina a su hermano Abel. Es este el primer crimen bíblico; pero también es el origen de una parte de la humanidad puesto que Caín, hijo de Adán y Eva, no será ajusticiado, sino condenado a vagabundear; su caminar errático le llevará a otros lugares donde iniciará una nueva vida. El Cainismo entiende, por tanto, que una parte de la humanidad es la descendiente de un criminal, del asesino de su propio hermano.
Será Unamuno quien desarrolle esta idea tomando como base uno de los rasgos que más nos define como sociedad y nación: la envidia. Su novela Abel Sánchez, escrita en 1917, aunque publicada en 1928, es una reinterpretación del episodio bíblico: Joaquín Monegro (Caín) es despreciado por la sociedad, mientras su vecino Abel, sin hacer realmente méritos para ello, es el premiado. Surge la rivalidad y la envidia entre ellos, que será el detonante de la acción de esta nivola.
También será la envidia el detonante de muchas de las desgracias que los personajes de Baroja sufren en sus novelas. Ella será la mate a Zalacaín, por ejemplo, en Zalacaín, el aventurero (1908), novela ambientada en la Tercera Guerra Carlista.
A la envidia, concebida como rasgo distintivo hispano, dedicará Antonio Machado uno de sus poemas más vehementes, extraído de las páginas de Campos de Castilla (1912) y titulado «Por tierras de España»:
El hombre de estos campos que incendia los pinares
y su despojo aguarda como botín de guerra,
antaño hubo raído los negros encinares,
talado los robustos robledos de la sierra.
[…] Abunda el hombre malo del campo y de la aldea,
capaz de insanos vicios y crímenes bestiales,
que bajo el pardo sayo esconde un alma fea,
esclava de los siete pecados capitales.
[…] Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta
—no fue por estos capos el bíblico jardín—:
son tierras para el águila, un trozo de planeta
por donde cruza errante la sombra de Caín.
La Guerra Civil (1936-39) será la demostración más evidente y trágica de este Cainismo, alimentado durante siglos, al empujar al país a una lucha fratricida, cuyas consecuencias se extenderán durante muchas décadas.
Hemos asistido al momento en que las novelas realistas y naturalistas iniciaban su declive a favor de la nueva narrativa modernista. Asimismo, hemos comprobado que, tras un periodo de esplendor, este Modernismo evolucionó hasta descender de su torre de marfil y dejar a un lado su actitud snob y meramente estética, para convertirse, obligado por los acontecimientos históricos, en una crítica a la degradación política y social en la que se habían sumido las fuerzas vivas del país en las postrimerías del siglo XIX. El evasionismo desapareció y los escritores se enfrentaron a la crudeza de una realidad que les disgustaba y que retrataban en sus obras.
En el próximo artículo asistiremos a la irrupción de un nuevo modelo narrativo, el denominado Novecentismo, que recogerá parte del lirismo modernista sin renegar de la descripción con valor crítico ni de las reflexiones filosóficas, al modo noventayochista. Esta novela conocerá su esplendor en la década de 1920, afectada también por el impacto que supuso la barbarie de la I Guerra Mundial. El advenimiento de las vanguardias en esos años creará una nueva narrativa que pretenderá alejarse lo más posible de cualquier rasgo modernista al decantarse por una literatura más ligera y escéptica, propiciando el esplendor de la novela de humor que conocerá los momentos más álgidos en los años previos al estallido de la Guerra Civil.
BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA
BROWN, Gerald G., Historia de la literatura española. Tomo 6/1. El siglo XX, Ariel, Barcelona, 199314.
CACHO VIU, Vicente, Repensar el noventa y ocho, Biblioteca Nueva, Madrid, 1997.
GARRIDO ARDILA, Juan Antonio, «Itinerario de la novela modernista española», en Revista de Literatura, vol. LXXV, n. 150, 2013.
GULLÓN, Germán, La modernidad silenciada: la cultura española en torno a 1900, Biblioteca Nueva, Madrid, 2006.
LAÍN ENTRALGO, Pedro, La generación del 98, Espasa Calpe / Austral, Madrid, 1997. (1ª ed. 1947).
MAINER, Juan Carlos, La Edad de Plata (1902-1939). Ensayo de interpretación de un proceso cultural, Cátedra, Madrid, 1981.
SHAW, DONALD, La Generación del 98, Cátedra, Madrid, 19977.
SHAW, DONALD, Historia de la literatura española. Tomo 5. El siglo XIX, Ariel, Barcelona, 199210.
[1] Citamos aquí las fechas de las últimas creaciones que los tres autores publicaron en vida. Nos hemos inclinado por citar a tres de los máximos representantes españoles de cada uno de los géneros literarios. No obstante, lo dicho para ellos también es extrapolable a cualquier otro autor mundial.
[2] No vamos a ocuparnos del contexto social, político y cultural de la época. El lector puede acudir al artículo «El teatro español durante la Dictadura (1)», en este mismo blog. Al hablar de Realismo/Naturalismo nos referimos a los cambios que se producen en la literatura, sobre todo en la novela, a partir de la década de 1840 (aunque llegarán a España más de veinte años después). En lo que respecta a Modernismo, nos referimos a los cambios artísticos y literarios surgidos a partir de la década de 1880. Más adelante haremos alusión a la polémica Modernismo / Noventayochismo.
[3] Un estudio más pormenorizado de la obra y la figura de Valle-Inclán lo encontrará el lector curioso en la revista Jo què sé, n. 30, curso 2016/17, pp. 8-13.
[4] En la cultura anglófona, este evolución se produce en 1899, con la aparición de The Turn of the Screw, de Henry James. En Francia, tiene lugar más tardíamente con la publicación de El inmoralista (1908), de André Gide, y Por el camino de Swann (1913), de Marcel Proust.