Como ya no iba a volverme a dormir decidí bajar al comedor y leer un
poco. A veces la lectura sirve de sedante. Esta vez, no. Ya en el comedor,
sentado en el sofá, junto a la luz de la lamparilla, el libro comenzó a
absorberme. Lejos de dormirme, la lectura me sirvió de estímulo y de acicate.
Me adentré en las líneas paralelas de sus páginas, me dejé llevar por el
argumento y por los diálogos vivos de sus personajes, comencé a darme cuenta de
que yo era uno con el libro, parte de él, que el autor debía de haber pensado
en mí cuando lo imaginó y luego lo escribió, que la celulosa de sus hojas había
comenzado a treparme por los brazos, por los hombros…
La intensidad de mi lectura debió molestar al vecino —un auténtico gilipollas, por cierto—,
puesto que comenzó a dar puñetazos contra la pared. ¿Le molesta que lea a las
tres de la madrugada? ¡Pues que se joda!