
El libro de Bradbury pretende ser el
testimonio de los intentos por alcanzar
el planeta rojo —comienza con la descripción del fracaso de diversas
expediciones—, el posterior éxito y la paulatina colonización, luego vendrá el
regreso a la Tierra y, por tanto, el abandono de Marte. Los relatos muestran
diversas perspectivas: la de los marcianos, que ven la llegada de los
terrestres; la de los colonos, que deben reinventar un mundo nuevo tomando como
patrones elementos terrestres y humanos; la de los terrestres que no suben en
los cohetes y permanecen en la Tierra. Hay mucha crítica al modelo americano (y
mundial) en un periodo en el que la Guerra Fría estaba en su momento más álgido
(o gélido) y la amenaza nuclear era una realidad dramática. La prosa de
Bradbury es también la plasmación de un mar de dudas en torno a la identidad
terrestre, a los logros científicos; y también el temor ante la propia
capacidad de autodestrucción del ser humano. Todos los relatos están pasados
por la pátina de la tristeza, parecen decirnos “así somos, así queremos que
sean los mundos que conquistemos”; y también (y he aquí lo más extraordinario)
por un tono elegíaco. ¿Por qué extraordinario? Evidentemente la elegía habla de
momentos ya pasados, de la nostalgia que surge ante lo desaparecido. Bradbury
dota de ese sentimiento a sus personajes, a su obra: todavía no hemos alcanzado
Marte y ya parecemos haberlo perdido.