El triunfo de Galatea (1511), de Rafael
Fresco en la Villa Farnesina.
Conchas
y trompetas a su paso, el Amor
extiende, como su capa, su roja
atracción,
y sus ojos —cribados por las nubes—

caen en lluvia sobre el campo
que pronto mostrará
su recogimiento, su represión
tantos siglos contenida.
Triunfal,
pecaminosamente tentadora conduce su
cuádriga
imposible, a través de un bosque de
destellos
azules.
(Venus)
Delfilnes depredadores, desgarrando
indefensos invertebrados,
surcan el mar
mientras —avanzando
por entre la voluptuosidad y el
desorden—,
la lujuria tantas veces reprendida
aflora
hoy, al paso del cortejo:
venera
(a quien la cienca dotó de aspas como
Dios a los ángeles dotó de sexo)
donde al Amor sembró su semen filial y
centenario.
Pequeños cupidos certeros dan
la sombra necesaria al regocijo;
y su mirada despierta no está en las
saetas
y reposa ya en la meta alcanzada.
Requiebros
de sirenas a centauros asustados;
forcejeo, pretendidamente débil, de
doncellas
ante los abrazos de Neptuno bigotudo.
Todo
a la sombra aérea del relincho
ensordecedor
de un caballo de caza
de un cuerno
que llama a la imaginación en aquel
bosque
por siempre imposible.
El
carcaj ausente es el más tímido:
reposa los amores venideros sobre las
nubes.
Las escamas
hasta los árboles humanos,
las
raíces
desde
trepan
y alcanzan
—en su humedad absorbedora—
las alas palpitantes de trémulos discípulos.