María Estuardo se dirige al patíbulo (1861), de Scipione Vannutelli.
Óleo sobre lienzo.
El corazón saltando de su boca

callada y cercada por lanzas amenazantes.
Todo lloro, todo estrépito inútil
no detendrán su paso despeñado.
«No volveré a pisarte, tierra ingrata.
Y rezaré, en mi largo reposo,
para que tus imágenes no pueblen mis sueños».
Sus pies casi inexistentes,
la oquedad de la falda prefiguran
el preludio de su fantasma decapitado.
«Se cortará este nudo a un metro sobre esta tierra,
sobre esta reina inmisericorde. No me quedan
memorias, salvo los remordimientos
que la costumbre transformó en recuerdos».
Con apreciable relajación el crucifijo
la sostiene. Torpes fueron los pliegos
emborronados por la compasión.
Su caminar es lento y su mirada inflexible.
«Tantos años cautiva, soñando con la luz,
para, al fin, encontrarme con la nada.
Y no me guía el profundo rencor,
sino la cierta convicción de veros
(muy pronto, muy
tarde)
entre la argamasa del barro muerto,
la sangre y las lombrices».