La novela española del siglo XX (1902-1975) (y IV)

Continuamos con el repaso de la novela española durante la Dictadura franquista que habíamos iniciado con el texto anterior. Como ya sucediera en el tercer artículo de la serie, más allá de una perspectiva generacional o enfocada sobre las distintas modas o tendencias que afloraron en este periodo, hemos preferido desarrollar la cuestión a partir de la fecha de la publicación de distintas obras que supusieron un hito de especial relevancia en el devenir de la novela durante estos años, es decir, hemos construido esta monografía a partir de un eje cronológico jalonado por momentos editoriales de especial y notable relevancia. En estas páginas recorreremos los últimos lustros de la Dictadura y anticiparemos la novela española («Nueva novela española», se la denominó con evidente intención publicitaria; «Novela del desencanto», la tildaron otros, quizá más acertadamente) que se desarrollará durante los años de la Transición y el asentamiento de la Democracia.

Barcelona, 1962: dos apuestas de la editorial Seix Barral

Será la veterana editorial barcelonesa Seix Barral quien, en su colección Formentor, publicará la primera edición de un hito en la novelística española del siglo XX: Tiempo de silencio, la única novela del psiquiatra Luis Martín-Santos. Más allá de los numerosos halagos que recibirá la novela a lo largo de los años, y que llegan hasta la actualidad, lo cierto es que su publicación supuso un punto de inflexión comparable al que había acontecido con la aparición de La familia de Pascual Duarte (en la década de los 40) o La colmena (en los años 50). Tiempo de silencio dará el pistoletazo de salida a la denominada Novela experimental («Novela estructural», la etiquetarán Torrente Ballester y Gonzalo Sobejano).

El autor vertió, en la construcción de su novela y en los procedimientos técnicos y estilísticos que empleó, una serie de recursos experimentales heredados principalmente de una lectura meticulosa y tenaz del Ulyses, de James Joyce. Pero no solo de esta famosa obra, sino también de las provocativas propuestas del Nouveau roman francés (Robbe-Grillet, Claude Simon, Nathalie Sarraute) y del Expresionismo kafkiano de comienzos del siglo XX.

Tiempo de silencio aglutina gran parte de las tendencias novelísticas españolas (pero no solo españolas) de postguerra; y por ese motivo algunos críticos consideran que la novela no pertenece a ninguna tendencia concreta: hallamos en ella momentos de novela filosófica o reflexiva, instantes de novela social o incluso costumbrista, junto a parodias del behaviorismo y destellos de técnicas surrealistas como el stream of consciousness final que nos traslada al último capítulo del Ulisses al emparentarlo con el monólogo de Molly Bloom. Este afán de combinar diversos recursos y de no plegarse únicamente a una técnica es lo que, sin duda, decidió que algunos críticos la denominaran Novela estructural.

La obra, a pesar de publicarse con veinte páginas menos cercenadas por la censura (no conocerá su versión definitiva hasta 1980), destacó en el ambiente crítico e intelectual de la época y fue, con las reservas a las que hemos aludido en otras ocasiones, un éxito de público. La popularidad se incrementó tras el lamentable fallecimiento del autor en un accidente automovilístico; pues la novela se convirtió en la única obra completa de Luis Martín-Santos. Además, fue lectura obligatoria en los institutos de Enseñanza Media (cursos de BUP o COU, establecidos por la Ley General de Educación de 1970) durante toda la década de los 80 y parte de la siguiente. Su popularidad se incrementó tras la versión cinematográfica rodada en 1986 por Vicente Aranda.

A pesar de un verbalismo exagerado, de (en ocasiones) un virtuosismo gratuito y de unos aires vanguardistas que a veces ralentizan peligrosamente el discurso, Tiempo de silencio es, argumentalmente, una novela social fabricada desde planteamientos distintos e incluso contrapuestos a los del Realismo social imperante en toda la década de 1950. Ambientada en el Madrid de 1949, el autor nos presenta la historia de un fracaso: la derrota del héroe (el científico Pedro, que trabaja en un laboratorio), involucrado accidentalmente en una serie de desgracias que desembocarán en un crimen del que el protagonista se considerará responsable. Todo ello aderezado con una descripción de ambientes populares (riñas vecinales, ferias y verbenas) y una alta dosis de denuncia (la vida en los barrios chabolistas de la periferia madrileña, el determinismo ambiental que recuerda a los postulados naturalistas del siglo XIX al estilo de Zola). El intento del autor por mostrarnos “más de lo mismo” (como indicó algún crítico disconforme), pero bajo un aspecto diferente al que el público estaba habituado, aparece ya desde las páginas iniciales, pues el lector muy pronto advierte que se halla ante una novela anticonvencional, de ostensible exigencia en sus niveles artísticos, una obra “difícil” pensada para un lector culto y un público minoritario. Este adjetivo, “minoritario”, va a ser la principal característica de la Novela experimental que se inaugura con la publicación de esta obra.

Algunos extractos de la novela pueden mostrar la intencionalidad innovadora de su autor. No nos resistimos a reproducir este famoso párrafo formado por una única oración que recrea los largos periodos que William Faulkner utilizó en Absalón, Absalón o en Luz de agosto, por ejemplo:

Hay ciudades tan descabaladas, tan faltas de sustancia histórica, tan traídas y llevadas por gobernantes arbitrarios, tan caprichosamente edificadas en desiertos, tan parcamente pobladas por una continuidad aprehensible de familias, tan lejanas de un mar o de un río, tan ostentosas en el reparto de su menguada pobreza, tan favorecidas por un cielo espléndido que hace olvidar casi todos sus defectos, tan ingenuamente contentas de sí mismas al modo de las mozas quinceañeras, tan globalmente adquiridas para el prestigio de una dinastía, tan dotadas de tesoros ―por otra parte― que puedan ser olvidados los no realizados a su tiempo, tan proyectadas sin pasión pero con concupiscencia hacia el futuro, tan desasidas de una auténtica nobleza, tan pobladas de un pueblo achulapado, tan heroicas en ocasiones sin que se sepa a ciencia cierta por qué sino de un modo elemental y físico como el del campesino joven que de un salto cruza el río, tan abigarradas de sí mismas aunque en verdad el licor de que están ahítas no tenga nada de embriagador, tan insospechadamente en otro tiempo prepotentes sobre capitales extranjeras dotadas de dos catedrales y de varias colegiatas y de varios palacios encantados ―un palacio encantado al menos para cada siglo―, tan incapaces para hablar su idioma con la recta entonación llana que le dan los pueblos situados hacia el norte a doscientos kilómetros de ella, tan sorprendidas por la llegada de un oro que puede convertirse en piedra, pero que tal vez se convierta en carrozas y troncos de caballos con gualdrapas doradas sobre fondo negro, tan carentes de una auténtica judería, tan llenas de hombres serios cuando son importantes y simpáticos cuando no son importantes, tan vueltas de espaldas a toda naturaleza ―por lo menos hasta que en otro sitio se inventaron el tren eléctrico y la telesilla―, tan agitadas por tribunales eclesiásticos con relajación al brazo secular, tan poco visitadas por individuos auténticos de la raza nórdica, tan abundante de torpes teólogos y faltas de excelentes místicos, tan llenas de tonadilleras y de autores de comedias de costumbres, de comedias de enredo, de comedias de capa y espada, de comedias de café, de comedias de punto de honor, de comedias de linda tapada, de comedias de bajo coturno, de comedias de salón francés, de comedias del café no de comedia dell'arte, tan abufaradas de autobuses de dos pisos que echan humo cuanto más negro mejor sobre aceras donde va la gente con gabardina los días de sol frío, que no tienen catedral.

Martín-Santos abrió la puerta a un modo de narrar que pretendía superar la simplicidad y, en ocasiones, ramplonería en que había caído la (mala) novela del Realismo social que, de modo peyorativo, los jóvenes escritores que empezaban a publicar en los inicios de la década de 1960 denominaban la “novela de la berza”.

Pero no todo fueron alabanzas. En una entrevista que el escritor Juan Benet ofreció en 1970 al diario Triunfo, el novelista madrileño se explayaba en su crítica hacia Tiempo de silencio, que describía como «una novela con fondo de verbena y vida de pensión, y una puñalada: es costumbrismo puro, a lo Mesonero Romanos». Esta ácida actitud, vista desde la distancia que nos dan los años, es fácil de explicar: Benet había publicado su primer libro en 1961 (la colección de relatos Nunca llegarás a nada), que había pasado con más pena que gloria. No sería hasta 1967 (Volverás a Región) cuando su nombre empezaría a ser reconocido. ¿Cuánto del estilo hermético (a veces casi críptico) y difícil de Benet debía a la influencia de Tiempo de silencio? Creemos que mucho; pero sin duda el novelista madrileño no deseaba mostrarlo, de ahí lo malicioso del comentario: Benet siempre defendería el adanismo de su obra literaria, por lo que resultaría contraproducente admitir sus vinculaciones con Tiempo de silencio.

Juan Benet continuaría embarcado en una prosa difícil y enrevesada que daría a luz una serie de novelas donde el autor parece empeñado en el “más difícil todavía”. Una meditación, Un viaje de invierno, La otra casa de Mazón, En el Estado, Saúl ante Samuel y En la penumbra son los títulos más emblemáticos de una trayectoria cuya columna vertebral es la prosa alambicada y culturalista, más centrada en la forma que en el contenido, a menudo difuminado, apenas perceptible bajo la hojarasca de un estilo pretendidamente hermético. A todo ello habría que añadir una actitud vital, divulgada por los medios de comunicación, que se asienta en una presencia pública provocadora, unas posturas radicales en sus opiniones, una afición a la polémica descalificadora, inclinada en ocasiones al exabrupto y la boutade, trufado todo ello por una superioridad intelectual despectiva. En la década de 1970, Juan Benet se erigió como cabecilla de una de las corrientes triunfantes (vinculada a los poetas novísimos y a la literatura culturalista, liderada por un jovencísimo Javier Marías), acompañado por un grupo de acólitos incondicionales dispuesto a jalearlo y a plegarse a su magisterio. Incluso su concesión a la literatura de mercado, El aire de un crimen (Finalista del Premio Planeta), se verá empañada por la tendencia a la dificultad y el barroquismo que fue su seña de identidad. Somos conscientes de que Juan Benet es un escritor poseedor de una notable e interesante obra; sin embargo, pensamos que fracasó en su intento de extender su magisterio más allá de sus discípulos, porque su mundo literario era tan cerrado y críptico que resultaba difícil comulgar con él.

Otro hito de especial relevancia se produce en el mismo año de 1962: la novela del peruano Mario Vargas Llosa, La ciudad y los perros, consigue el premio Biblioteca Breve, convocado por la editorial Seix Barral (que, como vemos, se erigirá como la editorial de referencia de las distintas modas o tendencias de la ultimísima novela en lengua castellana; emulada poco después por la editorial madrileña Alfaguara, fundada por los hermanos Cela Trulock, Jorge y Camilo José). Más allá del descubrimiento de uno de los mayores prosistas del último medio siglo, la publicación de este título supone el inicio de lo que se denominará el «boom» hispanoamericano. Tras Vargas Llosa, los escaparates de las librerías se llenarán de autores americanos que desplegarán una especial sensibilidad novelística cercana en algunos aspectos a la novela experimental (Guillermo Carrera Infante, Carlos Fuentes, Jorge Edwards, Ernesto Sábato) o más centrada en una profusión argumental y una riqueza idiomática que, huyendo de la experimentación árida, recalará en el gusto por la diversión sin olvidar el mensaje político (García Márquez, José Donoso, Augusto Roa Bastos, Alfredo Bryce Echenique, Manuel Puig). Estos jóvenes autores, y otros más cuya mención desbordaría la primigenia intención de este artículo, servirán también para recuperar las figuras de otros escritores hispanoamericanos que habían sido tratados de soslayo y que, a partir de este «boom», verán reivindicada su labor: Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Miguel Ángel Asturias y Julio Cortázar.

El magisterio de algunos de ellos (principalmente Borges, Cortázar y García Márquez) se desarrollaría con total plenitud a partir de los años 70, llegando hasta la actualidad. Los relatos de Cortázar y su novela Rayuela, los poemas y cuentos de Borges, la voluptuosa Cien años de soledad y la proeza técnica de Crónica de una muerte anunciada, de García Márquez, serán el manantial a la vez rico y enriquecedor del que se surtirán cientos de escritores españoles que iniciarán la renovación de la prosa en los primeros años de la década de 1970. Pero de ello nos ocuparemos más adelante…

 

1966, tres títulos fundamentales

Lo que resulta a todas luces evidente es que la eclosión de la Novela experimental se produjo a partir de la aparición de Tiempo de silencio en 1962. Tal vez este hecho no supusiera el declive del Realismo social, porque continuaron publicándose novelas de notable calidad; sin embargo, resulta evidente que propició un golpe de timón en el devenir de la novela española, un importantísimo cambio de perspectiva que se vería plasmado en 1966, con la aparición de tres títulos de notable importancia para el desarrollo de la literatura española.

El primero de estos títulos fue la novela Señas de identidad, del barcelonés Juan Goytisolo (que ya había destacado dentro del Realismo social con obras como Campos de Níjar). El segundo vendría de la mano del ya consagrado Miguel Delibes que sacaría a la venta Cinco horas con Mario. Ambas novelas vendrán a reafirmar que la Novela experimental no solo ha llegado a la literatura española, sino que no tiene intención de abandonarla, al menos durante un largo periodo de tiempo. A estos títulos de especial relevancia entre el público (sobre todo el segundo de ellos) y de una importancia notable dentro de los críticos (el primero de ellos) hay que añadir otros muchos que atiborrarán las librerías.

 

 

 

El prolífico Camilo José Cela no se resistirá a subirse al tren de la experimentación (aunque también hay que recordar que ya lo había intentado una década antes con Mrs. Caldwell habla con su hijo) y dará a luz San Camilo, 1936 y Oficio de tinieblas 5. Novelas (si se pueden denominar así) de arquitectura enrevesada y difícil, pretendidamente crípticas. La inclinación de Cela por la prosa experimental llegará hasta los años 80 cuando vean la luz dos de sus obras más emblemáticas: Mazurca para dos muertos y Cristo versus Arizona.

La forma arriesgada de Cinco horas con Mario (un larguísimo monólogo declamado por una mujer ante el cuerpo sin vida de su esposo, durante el largo velatorio nocturno) no pareció agotar las intenciones experimentales de Miguel Delibes, que volvería de nuevo a ellas (pero redobladas y más radicales) con Parábola del náufrago (aunque, según el autor, con intención paródica). Cualquier lector del autor vallisoletano podría apreciar que el alambicamiento de las formas, en detrimento del contenido, no parecía propio del escritor. Por ese motivo Delibes abandonaría el afán experimental y volvería a su trazo limpio y claro, señas de su identidad literaria. Posteriormente, en Los santos inocentes, quizá su obra maestra, aunaría perfectamente una intención experimental con una crítica política para crear una novela imperecedera en su equilibrio tanto formal como conceptual. Esta novela nos parece uno de los ejemplos más egregios y eminentes de lo que se puede llegar a realizar con herramientas experimentales, pero sin perder un ápice de la esencia de la literatura: docere et delectare.

Otros autores consagrados también se unieron a la tendencia experimental, como fue el caso de Gonzalo Torrente Ballester y su novela La saga/fuga de J. B. Obra de complicadísimo hilo argumental que no solo fue aupada por la crítica, sino que, incomprensiblemente, gozó también de un relativo éxito entre el público, pese a su difícil lectura. El autor gallego continuará en la senda experimental con otros títulos, aunque con menos éxito entre los lectores: Fragmentos del Apocalipsis, Yo no soy yo, evidentemente y La isla de los jacintos cortados; para, al final de su extensa y prolífica carrera, regresar a una prosa más clara y nítida en novelas como Crónica del rey pasmado, Las islas extraordinarias y La muerte del decano.

 

Proveniente del Realismo social con títulos como Duelo en El Paraíso, La resaca y la ya mencionada Campos de Níjar, el barcelonés Juan Goytisolo (hermano del poeta José Agustín y del también novelista Luis) inicia con Señas de identidad un giro importantísimo en su trayectoria. La novela ―primera de una trilogía (denominada por el propio autor «Trilogía de Mendiola», que es el apellido de su protagonista) que se verá completada posteriormente con Reivindicación del conde don Julián y Juan sin tierra― se lee como la búsqueda, por parte del protagonista, alter ego del autor, de las claves o señas que le permitan identificarse con un pueblo, una historia y una cultura. La búsqueda devendrá estéril no solo en este primer título, sino también en los otros dos. Así, Juan sin tierra concluye con un texto en árabe que traducido dice así: «Los que no me entendéis, / dejad de seguirme. / Nuestra comunicación ha terminado. / Estoy definitivamente al otro lado, / con los parias de siempre, / afilando el cuchillo.». Toda una poética que Goytisolo adquirirá como propia y personal. Su condición de homosexual, la negación de la burguesía más tradicional de la que proviene, su inclinación hacia el mundo árabe (fijará su residencia en Marruecos, donde fallecerá) y su afán por la provocación y el ataque contra los pilares políticos de la sociedad occidental convertirán a Juan Goytisolo en una voz presta a la denuncia. Autor prolífico (más de una treintena de novelas, centenares de artículos y decenas de ensayos); sin embargo, su inclinación (a partir de 1966) hacia las técnicas estructurales o experimentales redundarán en menoscabo de su profusión entre los lectores. A partir de estas novelas, una gran parte de su producción ―que se extenderá hasta el año 2013― se verá lastrada por el uso fragmentario de la narración, el recurso a técnicas experimentales, entreverado todo ello con una denuncia insistente contra el statu quo imperante en el mundo occidental y una idea obsesiva en ser el objetivo de las más variopintas confabulaciones. Paradójicamente (o quizá no) este afán por la denuncia y la queja constante fue recompensado por casi una veintena de premios y distinciones desde 1985 hasta su fallecimiento en 2017: Premio Europalia, Premio Mediterráneo, Premio Octavio Paz de Literatura, Premio Nacional de las Letras y Premio Cervantes, entre otros muchos.

Así lo señala demoledora y claramente Sanz Villanueva (2010: 244-5) en el siguiente texto que, pese a su extensión, no nos resistimos a reproducir:

Juan Goytisolo se presenta con un insistente y profundo victimismo («víctima profesional de todas las conspiraciones», ha dicho de él Antonio Muñoz Molina). Se muestra como si fuera la pieza a batir de una sociedad reaccionaria que no tolera las posturas disidentes encarnadas por él, virtuoso solitario, según da a entender con frecuencia. […] En realidad, Juan Goytisolo busca con modales siempre enfadados la sustitución de un canon por otro que a él le parece fundamental, el canon de los heterodoxos, dando por supuesto que la heterodoxia sea valor artístico intrínseco. […] No repara, sin embargo, Goytisolo en que una sociedad permisiva y libre no conceda mayor crédito a su literatura por razones distintas a una confabulación. Porque no la considera de méritos o de una calidad suficientes; porque su empeño por innovar, eludir caminos trillados, explorar las virtualidades del lenguaje se salda con muy pobres resultados; porque el humorismo en que cifra una gran conquista de sus páginas carece de gracia […]. Tampoco repara en la endeblez de su filiación con un escritor puro, incontaminado de la literatura de consumo; mientras multiplica sus quejas al respecto, acepta en cambio premios, participa en homenajes y se somete a todos los mecanismos de influencia y a la propaganda que exige el mercado y que dice detestar: presentaciones de libros, entrevistas, foros variados. La actitud victimista del escritor perjudica la valoración ecuánime de su escritura, porque además es falso que no tenga un papel en la sociedad literaria de su denostado país. Tal vez él lo sienta con sinceridad así, pero no responde ni de lejos a ninguna realidad. Cuando más se queja, más pone en evidencia la distancia entre sus lamentos y los datos reales.

El título de este apartado menciona tres momentos importantísimos para la novela española de aquella época. Hemos hablado ya de dos: la publicación de Cinco horas con Mario y la aparición de Señas de identidad. El tercer momento al que hacíamos alusión se centra en la publicación de Últimas tardes con Teresa, tercera novela del barcelonés Juan Marsé.

Proveniente del mundo humilde (su padre fue taxista) y sin estudios universitarios, Juan Marsé se convertirá en una voz fundamental de la novela española a partir de la publicación de Últimas tardes con Teresa. La propuesta del escritor no parece salirse de los parámetros del Realismo social, que por esas fechas ya anda de capa caída al ser superado por la estridente irrupción de la Novela experimental. Sin embargo, solo lo parece: claro que Pijoaparte, el protagonista de la novela, es un emigrante llegado a Barcelona con el afán de medrar; por supuesto que la crítica hacia la conservadora burguesía catalana (pero no solo a ella: también hacia los falsos y huecos progres) resulta evidente; ningún lector es ajeno a la lucha de clases (amos y asalariados) que se desprende de sus páginas. No obstante, Marsé no va a supeditar la historia a la forma, y va a rechazar la caída en un estilo facilón buscando el beneplácito del público menos exigente. Por el contrario, Últimas tardes con Teresa es todo menos una novela fácil, clara, sencilla. Marsé sabe dotar su prosa de un prurito de calidad que provoca en el lector una exigencia a la hora de acceder a sus páginas. Conjunción sobresaliente entre la prioridad de contar y denunciar (que defendía el Realismo social) y el artificio literario bien escrito, equilibradamente estructurado, sin la caída en un estilo vulgar y depauperado. La novela supone un hito literario porque marca el camino por el que puede discurrir una literatura equilibrada que no sobrevalore ni infravalore las dos tendencias angulares del periodo (la social y la experimental).

La producción de Marsé va a discurrir en esta vertiente: el análisis de la degradación moral y social de la Barcelona durante el franquismo, las diferencias de clase, la memoria de los vencidos, la infancia perdida, la ironía de los derrotados como arma contra los victoriosos… El mundo literario de Marsé es un mundo entregado a la aventura, pero con la desazón al descubrir que la realidad es inferior a las imágenes que crea la memoria o la imaginación. Los siguientes títulos del novelista barcelonés van a continuar ahondando en los mismos temas, que serán la seña de identidad de su prosa y estilo: La oscura historia de la prima Montse, Si te dicen que caí, La muchacha de las bragas de oro, Un día volveré (para nosotros su mejor novela), Ronda del Guinardó, los relatos reunidos en Teniente Bravo, El embrujo de Shangai, Rabos de lagartija

Quizás alentados por el éxito de lectores y de crítica de Últimas tardes por Teresa, notamos a partir de esta fecha un revulsivo en la producción del Realismo social. Autores que habían iniciado su trayectoria literaria en la década anterior continúan insistiendo en una producción que, sin olvidar los postulados sociales, va a prestar un mayor cuidado al estilo y al discurso. Se publican, entre otros muchos títulos, Algunos muchachos y La trampa, ambas de Ana María Matute; El ayudante del verdugo, de Mario Lacruz; Como ovejas al matadero, de José Luis Castillo-Puche; El hombre de los santos, de Jesús Fernández Santos; Ágata ojo de gato, de Caballero Bonald; El caballo desnudo, de José Luis Sampedro; Inés just coming y Guarnición de silla, de Alfonso Grosso…

 

1972, auge y caída de la Novela experimental

 

El inicio de la década de 1970 comienza con un hecho importantísimo no solo para la cultura de este país, sino también para el posterior desarrollo del mismo en todos sus ámbitos. Hablamos de la nueva Ley General de Educación con la que se crean los ocho cursos obligatorios de la E.G.B (Educación General Básica), los tres posteriores (y opcionales) de B.U.P (Bachillerato Unificado Polivalente), paralelos a los dos cursos de Formación Profesional de grado medio, y el curso final como paso indispensable para el acceso universitario: C.O.U. (Curso de Orientación Universitaria). Este organigrama garantiza la escolarización obligatoria hasta los trece/catorce años y, una vez completada, da la opción al alumnado a continuar sus estudios de un modo más práctico, enfocado hacia un puesto de trabajo (F.P.), o más teórico, enfocado hacia los estudios superiores (B.U.P. y C.O.U.). Esta nueva estructura será primordial para construir algunas de las generaciones culturalmente más preparadas de este país y, además, supondría el logro, a principios de los 90, de alcanzar unas tasas de alfabetización de la población que rozarían el 100% (exceptuando a grupos de ancianos de edad muy avanzada). Asimismo, la población universitaria se duplicará en apenas una década: de los poco más de 170.000 estudiantes en el curso 1959-60, hasta los 346.000 en el curso 1969-70, o los 654.000 en el de 1979-80.

Ante este prometedor panorama cualquiera podía pensar que los índices de lectura iban a aumentar de un modo exponencial, pero lamentablemente no fue así. Como ya indicó Gerard Brenan a comienzos del siglo XX, no es que al español no le guste leer, es que siempre encuentra otras cosas que hacer más interesantes. Y, además, con la literatura española poco menos que enrocada en unas propuestas encabezadas por las novelas experimentales, el número de lectores no creció como los datos referidos a la mayor alfabetización y al incremento de estudiantes universitarios podían hacer pensar.

El año 1972 conoció la publicación de La saga/fuga de J. B., de Torrente Ballester, a la que ya nos hemos referido más arriba, pero también vio la luz El gran momento de Mary Tribune, de Juan García Hortelano. Proveniente del Realismo social (tendencia a la que había contribuido con sus dos primeras novelas, Nuevas amistades y Tormenta de verano), con planteamientos cercanos al behaviorismo iniciado por El Jarama, García Hortelano centra su obra en la crítica hacia una burguesía ociosa y apática, enfrentándola a una sociedad tan injusta como desigual. Tendremos que esperar casi diez años para ver la aparición de su siguiente novela, la mencionada El gran momento de Mary Tribune. En esta obra se alinea con la crítica de Marsé hacia las actitudes (falsamente) progresistas, al tiempo que cambia radicalmente sus procedimientos narrativos. Frente a la seriedad moralista de sus dos primeros títulos, en Mary Tribune asistimos a la recreación de una fábula desenfadada y humorística, con apreciables toques de sarcasmo y parodia. García Hortelano también se suma al fervor culturalista de la Novela experimental; sin embargo, este recurso no supone un reto para el lector común. Podemos decir que el estructuralismo o la experimentación en Mary Tribune lo es sin afán de exhibicionismo ni alardes crípticos (como podía ser el caso emblemático de Benet), lo cual es prueba de que la tendencia que marcó gran parte de la literatura de la década anterior había comenzado ya a perder fuerza. En cuanto a la intención argumental de su autor, incide en la denuncia a una burguesía urbana caracterizada por la frivolidad y la irresponsabilidad. Su producción posterior, principalmente Gramática parda (1982), se decanta más hacia la experimentación metaliteraria, desentendiéndose de la crítica social.

Que la Novela experimental no podía permanecer durante muchos años parecía evidente al asentarse en unas exigencias y un esfuerzo que los lectores medios no estaban dispuestos a afrontar. La literatura había dejado de ser lúdica para devenir en una labor difícil que muy pocos deseaban iniciar. Si en España siempre se había (se ha) leído poco, cabe suponer que las exigencias no entusiasmaron a los contados lectores. No obstantes, algunos escritores continuaron ahondando en un estilo exclusivamente enfocado hacia una minoría selecta. En los párrafos siguientes nos limitaremos a mencionar muy sucintamente otros autores, y algunas de sus obras, que se sumaron a la Novela experimental.

Así encontramos a Javier Tomeo (El cazador y El unicornio), que encontrará su mayor reconocimiento de crítica y público (aunque siempre minoritario) en las décadas de 1980 y 1990 con títulos como El castillo de la carta cifrada, Amado monstruo, El mayordomo miope, El discutido testamento de Gastón de Puyparlier y El crimen del cine Oriente.

También destaca la figura polifacética del director y guionista cinematográfico Gonzalo Suárez con obras muy alejadas de la narración realista: De cuerpo presente y Rocabruno bate a Ditirambo, por ejemplo.

Un autor llegado desde el mundo de la edición, José María Guelbenzu, alcanzaría cierta relevancia con su primer título El mercurio, aunque luego no continuaría por esos derroteros experimentales. Primero se decantaría por el intimismo de El río de la luna para, con la entrada del nuevo milenio, realizar sus pinitos dentro del género policiaco al crear la serie policiaca protagonizada por la jueza Mariana de Marco.

Otra figura importante (no solo literaria sino también periodística) es el madrileño Francisco Umbral que, desde unos postulados tan antirrealistas como antiexperimentales, inicia su carrera a mediados de la década de 1960 con Balada de gamberros y Travesía de Madrid, con el objetivo prioritario de la singularidad. Para este fin echará mano de una inclinación obsesiva hacia la autobiografía (o “maquillada” autobiografía) que buscará la provocación a todos los niveles, no solo el del lector, sino también el del espectador o el del oyente; pues una de las principales características será el empeño constante en crear(se) un personaje público polémico, en priorizar su figura mediática a su labor como creador: «solo he aspirado a contarme yo, que es contar el fondo común de la vida», dirá. La aparición en 1970 de El Giocondo, novela lírica ambientada en el lumpen nocturno (con un acentuado contraste entre el estilo poético y el argumento sórdido que narra centrado en la prostitución homosexual), es una muestra de la intención provocadora del autor, empeñado en epatar al lector. Dotado de una facilidad extraordinaria para la prosificación, aunque sin gran medida de la estructura novelística (es decir, mejor prosista que novelista como ya lo fueron Azorín, y sus admirados Gómez de la Serna o Camilo José Cela) continuaría con una producción casi siempre provocativa ―A la sombra de las muchachas en flor, El día que violé a Alma Mahler― y con continuadas introducciones a lo autobiográfico ―Memoria de un niño de derechas o, quizá su mejor obra, Mortal y rosa―. Convertido en un icono audiovisual, en un personaje de sí mismo, su proximidad con Camilo José Cela ―del que parecía, en ocasiones, un imitador― redundaron en menoscabo de la apreciación como gran escritor y auparon su popularidad como “fenómeno” televisivo.

El título de alguna de las siguientes novelas da una idea de la propuesta transgresora e innovadora que sus autores lanzan al mercado. Sin embargo, la dificultad de sus obras las convertirá en títulos eminentemente minoritarios y que constatarán el fracaso de la Novela experimental como tendencia popular. Así tenemos El león recién salido de la peluquería, de Antonio F. Molina; El camaleón sobre la alfombra, de Juan José Armas Marcelo; Larva, de Julián Ríos; Heautontimoroumenos, de José Leyva; De vulgari Zyclon B manifestante, de Manuel Antolín Rato; y P. Dem. A3 S, de Emilio Sánchez Ortiz. Bastará con leer estos títulos para comprender que, si antes la novela del Realismo social había descuidado la elaboración artística y formal del texto en favor de su contenido, ahora la Novela experimental caía en el exceso contrario: se realiza únicamente un discurso en el cual el ensayo de técnicas experimentales acaba desplazando el centro de interés, casi en exclusiva, al texto mismo, con virtuosismos manieristas que la mayoría de las veces no solo resultan gratuitos sino que son, a la postre, un enorme lastre que dificulta el discurso y la lectura. La forma prevalece sobre el contenido hasta hacerlo casi desaparecer. Si la novela era, por esencia y en su origen, el relato de una serie de acciones, la inclinación casi exclusiva hacia lo formal, en detrimento de lo conceptual, provoca una serie de obras que podemos denominar “antinovelas” y a las que el público (en general escaso, cómodo y no muy dispuesto a las innovaciones que exigen un gran esfuerzo) muy pronto va a darle la espalda.

 

1975, el final de la Dictadura y el inicio de la Nueva novela española

Unos pocos meses antes de la muerte de dictador Franco la editorial Seix Barral (de nuevo) saca a la luz la primera novela del barcelonés Eduardo Mendoza: La verdad sobre el caso Savolta, título emblemático de un cambio en el quehacer de los escritores y, por consiguiente, en el gusto del público. La novela recupera la narratividad (el gusto por contar / leer historias y aventuras) que había caído en descrédito tras el fervor experimental. El caso Savolta supuso la clausura de las diferentes tendencias de la novela española durante la postguerra (Tremendismo, Existencialismo, Realismo social y crítico, Experimentalismo) al tiempo que anticipaba caminos futuros. No exageramos ni un ápice al señalar que ocupa un lugar equivalente al atribuido con razón a Pascual Duarte, La colmena y Tiempo de silencio; como podemos apreciar, cada uno de ellos en una década diferente.

El propósito de Mendoza era bastante sencillo, y consiste, dicho de manera simple y aproximada, en acercar la sensibilidad postmoderna a una narrativa establecida sobre cimientos tradicionales. El éxito inmediato obtenido por El caso Savolta se convierte en síntoma absoluto del nuevo estado de nuestra narrativa, zarandeada hasta hacía poco por el realismo inmediato y el experimentalismo desmedido, y necesitada con urgencia de opciones artísticas capaces de interesar al lector exigente. Este papel lo representó su autor tanto en esa obra como con la propuesta implícita en las siguientes. […] [Eduardo Mendoza] escribió la novela que a él le gustaría leer, sin pretensiones, y según los modelos narrativos de su predilección. Sus preferencias iban por relatos de autores de aventuras con un fondo intencionado no explícito, al estilo de Conrad. También apreciaba la tradición clásica europea y española (principalmente Pío Baroja). […] Estos mimbres explican su escritura: un relato que cuenta cosas y entretenido. En la voluntad de Mendoza estaba escribir una novela comunicativa y amena. Hizo un relato de acción con innumerables complots, crímenes, violencias varias y percances múltiples. La trama se acoge bastante bien a un modelo de relato popular, la novela negra o policiaca. También se incluye una historia sentimental con rasgos folletinescos. (SANZ VILLANUEVA, 2010: 539-540)

Sin embargo, tan pronto como el lector se enfrenta la lectura de la novela advierte que esta es algo distinto a una obra corriente. Y esta distinción viene data principalmente por la forma. Mendoza elabora una historia fraccionada, dispersa en secuencias aisladas que recuerdan a las teselas de un mosaico (de cuya composición final será el lector el último responsable); un relato narrado desde diversos puntos de vista y que contiene materiales diversos: narración (al modo clásico) en primera y tercera persona, entreverada con fragmentos de artículos periodísticos, retazos de interrogatorios policiales, documentos notariales… Además, son constantes los saltos temporales (tanto flashbacks como pequeños flashforwards), los cambios de perspectiva y de voz narrativa. La mezcla de corte tradicional con la innovación fue uno de los grandes aciertos del escritor barcelonés ―afincado por aquel entonces en Nueva York, donde trabajaba de traductor. «Mendoza venía a contentar a unos y a otros en un grado lo bastante alto como para que todos celebrasen este libro peculiar. Era una novela a la vez antigua y moderna». (SANZ VILLANUEVA, 2010: 541)

Como guinda final, Vicente Tusón y Lázaro Carreter la incluyeron como lectura obligatoria en el libro de texto confeccionado para la editorial Anaya en el recién creado COU, convirtiéndolo así en un clásico a los pocos años de su publicación y fijándolo en el canon novelístico del siglo XX.

Pero más allá del éxito a todos los niveles de El caso Savolta, que pronto vio también su adaptación cinematográfica, la novela convirtió a Mendoza en un escritor a seguir que no defraudó. Sus siguientes incursiones se decantarían hacia la parodia y el género policiaco en títulos tan populares y divertidos como El misterio de la cripta embrujada y El laberinto de las aceitunas. Esta inclinación hacia lo bufonesco y humorístico (a la que el autor tenderá cada vez con más frecuencia) se vio frenada por la publicación de, para algunos, su mejor obra: La ciudad de los prodigios. Se trata de novela-río que relata las peripecias de una multitud de personajes en Barcelona desde la Exposición Universal de 1888 hasta la correspondiente de 1929. Un fresco histórico que convirtió al autor, de nuevo, en un nombre de referencia que llega hasta la actualidad, respaldado por una obra con más de una veintena de títulos y notables reconocimientos (incluido el Premio Cervantes): La isla inaudita, Sin noticias de Gurb, El año del diluvio, El último trayecto de Horacio Dos, El asombroso viaje de Pomponio Flato, Una comedia ligera (para nosotros, su mejor novela), Riña de gatos … O la más reciente: Tres enigmas para la Organización.

La escritura desatada, informal, burlesca de Mendoza ocupa un sitial en la prosa narrativa castellana a partir del Franquismo, quizás sin que nadie sepa explicar muy bien por qué. En cualquier caso, tampoco nadie duda de que pertenece a la estirpe de los narradores natos y que es, acaso, el escritor con más seguro instinto de fabulador que ha surgido en nuestro país en los últimos lustros. Estas dotes y cualidades sirvieron para marcar un amplio trecho del curso de la narrativa española posterior a la dictadura. (SANZ VILLANUEVA, 2010: 550)

Más allá del éxito de Eduardo Mendoza, la novela española conoció diversas particularidades que a continuación detallaremos. La primera de ella fue la sensación de fracaso y desencanto que el fin del Dictadura trajo a una amplia parte de la intelectualidad patria. El crítico Martínez Cachero (1997) dedicará algunas páginas de su ensayo a comentar la situación en que se encuentra una gran parte de los escritores y lectores españoles tras el fallecimiento del General.

De un régimen autocrático, dictatorial, se pasa a una monarquía parlamentaria. Esta nueva etapa política, ¿supone también una nueva etapa literaria? Nada obliga a que sea así y, efectivamente, no se registran en este ámbito cambios notorios. Desaparece la censura, atenuada ya en los últimos años del franquismo, y a partir de su desaparición todos los temas y sus posibles tratamientos serán legítimos y permitidos, pero semejante libertad conseguida no siempre sería debidamente empleada. […] Durante muchos años todos supusimos que cientos de escritores españoles tenían sus grandes obras en el cajón esperando que la puerta se abriera. […] Podía concluirse, entonces, que la llegada de la democracia iba a traer consigo una época de vacas gordas en lo literario. Pero no creo que nadie se atreva hoy a decir que esa profecía cantada se está cumpliendo. […] (379-380)

Cuando no aparecen las obras maestras que todos esperaban, que muchos decían tener guardadas en los cajones de sus escritorios en espera de tiempos mejores y más propicios, las voces desencantadas comienzan a surgir. De una literatura en libertad que se promulgaba a finales de 1975 colmada de esperanzas y de buenas intenciones se pasa a una literatura desencantada donde, salvo honrosas excepciones, el lector asiste impaciente a más de lo mismo. Muy pronto surge la muletilla de «contra Franco se escribía mejor». Pero, ¿por qué habría que aguardar algo nuevo? Como comenta Martínez Cachero, "¿quién osaría decir que la democracia posee unos privativos poderes germinales (culturalmente hablando) negados a cualquier otra forma política? ¿Quién cree que la democracia es capaz de convertir a un mediocre escritor en un Dickens?" (385)

El éxito de El caso Savolta sirve para comprender que la nueva situación política del país ha de ser el trampolín para una novela en libertad que no se pliegue a determinados postulados socio-políticos y en la que el lector se halle ante una gran gama, un enorme abanico de tendencias y corrientes entre las que poder elegir.

Será Gonzalo Sobejano quien, en un ensayo de referencia (2003), parcele las diversas tendencias en las que se moverá la novela española a partir de 1975.

En primer lugar, vamos a encontrar un grupo de autores que denominaremos nostálgicos y que, a partir de sus obras, van a intentar evitar el olvido y el desprecio al que parece abocada la época franquista. El valenciano Fernando Vizcaíno Casas será su máximo representante y gozará, durante más de un lustro, de un éxito inmenso a partir del recuerdo y la nostalgia de unos tiempos pasados (evidentemente maquillados). Los títulos de sus productos (que gozaron también de la adaptación cinematográfica) es la mejor muestra de esta literatura del recuerdo que vino, durante los años convulsos de la Transición, a insistir en la pervivencia de una época que gran parte de la sociedad española deseaba olvidar: De camisa vieja a chaqueta nueva, …Y al tercer año, resucitó, La boda del señor cura, ¡Viva Franco! (con perdón), Las autonosuyas, Los imposibles sueños de un señor muy de derechas. Vizcaíno Casas construyó su prosa (correcta, pero nada literaria) sobre los cimientos de la historia-ficción, la sátira política, la nostalgia, la ironía y las caricaturas; convirtiéndose en un reportero (muy) parcial de la Transición. Este subgénero de novela política consigue logros más notables en las obras de Jorge Semprún (Autobiografía de Federico Sánchez), Isaac Montero (Pájaro en una tormenta), Cristóbal Zaragoza (Y Dios en la última playa) o Raúl Guerra Garrido (Lectura insólita de «El Capital»), por ejemplo, quienes, pese a una superior calidad literaria, no gozaron ni de la mitad del éxito de los panfletos políticos de Vizcaíno Casas… Cosas de la cultura y de sus consumidores…

 

La estela experimental todavía aparece en lo que Sobejano denominó «metanovela o novela ensimismada», es decir, una novela especular que consiste en incluir la narración misma como centro del relato; y que podemos vincular con las llamadas novelas poemáticas o líricas, asentadas muchas de ellas en las memorias del autor. Aquí podemos incluir algunas obras de Torrente Ballester, citadas con anterioridad, escritas tras la estela y el éxito de La saga/fuga de J. B.; junto a títulos de Carmen Martín Gaite (El cuarto de atrás), Luis Goytisolo (Antagonía) de Juan José Millás (Visión del ahogado y El desorden de tu nombre), de Álvaro Pombo (El héroe de las mansardas de Mansard), de Miguel Sánchez-Ostiz (La gran ilusión) o de Julio Llamazares (La lluvia amarilla).

 

 

Conforme van sucediéndose los años, se advierte un paulatino regreso a las formas narrativas más clásicas y enraizadas en la tradición. El lenguaje, como protagonista de la novela, tiene los días contados. Vuelven la trama, la intriga y los personajes de carne y hueso. De ahí el éxito de la novela policiaca y de la novela histórica, esta última a partir, sobre todo, de la publicación de El nombre de la rosa (1980), de Umberto Eco, que llegó a las librerías españolas en diciembre de 1982. Algunas novelas históricas españolas que alcanzaron cierta notoriedad fueron Urraca, de Lourdes Ortiz, Extramuros, de Jesús Fernández Santos, Volavérunt, de Antonio Larreta, Las naves quemadas, de Juan José Armas Marcelo, Yo, el rey, de Juan Antonio Vallejo-Nájera y En busca del unicornio, de Juan Eslava Galán, por citar solo algunas de las más emblemáticas de aquellos años. Lo cierto es que la novela histórica ―que había decaído mucho con el empuje del Realismo social y de la Novela experimental― conoció una asombrosa popularidad que la aupó hasta alcanzar los primeros puestos en las listas de ventas, hecho que ha llegado hasta nuestros días. Si salir de esta tendencia literaria encontramos que el fin de la dictadura y, por tanto, el de la censura provocaron un aluvión de novelas centradas en la Guerra Civil española como Condenados a vivir, de José María Gironella, Luna de lobos, de Julio Llamazares, Largo noviembre de Madrid, de Juan Eduardo Zúñiga, Herrumbrosas lanzas, de Juan Benet o Mazurca para dos muertos, de Camilo José Cela.

El prolífico Manuel Vázquez Montalbán empezará la serie protagonizada por el investigador privado Pepe Carvalho en 1974 con Tatuaje, al que seguirán más de una veintena de títulos que, más allá de su inclusión en el género policiaco, pueden ser leídos también como un documento histórico sobre el devenir de este país, pues el autor barcelonés va a utilizar sus obras como crónicas de un tiempo y de una sociedad: La soledad del mánager, Los mares del Sur, El delantero centro murió al atardecer, Asesinato en el Comité Central y muchos títulos más convertirán a Vázquez Montalbán y a su personaje en una referencia de la novela española durante la Democracia. Van a ser muchos los autores que se sumarán al resurgir de un género en ocasiones denostado por la crítica. Así, encontramos la serie protagonizada por Plinio, el personaje creado por Francisco García Pavón (Las hermanas coloradas, El reinado de Witiza…), Un beso de amigo, de Juan Madrid, Demasiado para Gálvez, de Jorge Martínez Reverte, Picadura mortal, de Lourdes Ortiz, Crónica sentimental en rojo, de Francisco González Ledesma, El bandido doblemente armado, de Soledad Puértolas, Prótesis, de Andreu Martín, Papel mojado, de Juan José Millás, y El invierno en Lisboa, de Muñoz Molina, por citar algunas de las más populares. Debemos considerar a la editorial barcelonesa Bruguera como una de las artífices del renacimiento de la novela policiaca, pues impulsó a muchos de estos autores e incluso popularizó el género entre los lectores más humildes a partir de la publicación de colecciones muy económicas como Club del Misterio, Libro Amigo o Punto Rojo, que fueron imitadas rápidamente por otras editoriales como Noguer, Orbis, RBA o Fórum.

 

La última tendencia de las muchas que, como hemos visto, aparecieron tras el fin de la Dictadura fue la referida a las crónicas noveladas o novelas generacionales, es decir, narraciones que, a modo de episodios nacionales, pretendieron ofrecer una visión panorámica de la historia de España durante los años de la postguerra. Estas novelas surgían del amargo desengaño que se aposentó en la mentalidad de muchos autores que vieron sus ilusiones traicionadas durante la Transición y el régimen político que surgió de esta. Un día volveré, de Juan Marsé, es quizá la más conseguida de todas; sin olvidar: La fuente de la edad, de Luis Mateo Díez, Las ninfas, de Francisco Umbral, Necesidad de un nombre propio, de Isaac Montero, Luz de la memoria, de Lourdes Ortiz, La noche en casa y El río de la luna, ambas de José María Guelbenzu, o El pianista, de Manuel Vázquez Montalbán.

Es evidente que nos hemos dejado muchos autores y no pocas obras que aparecieron publicadas en nuestro país durante todos los años que hemos repasado en nuestra serie de artículos. No podía ser de otro modo si no queríamos convertir cada monográfico en una especie de guía telefónica atiborrada de nombres, fechas y títulos. Pedimos perdón por nuestros olvidos, al tiempo que aceptamos que las decisiones que nos han llevado a citar a algunos autores en detrimento de otros son evidentemente subjetivas y, por tanto, arbitrarias. Simplemente queríamos realizar un recorrido por la novela española durante los primeros ochenta años del siglo XX, deteniéndonos en aquellos aspectos que hemos considerado más importantes para el futuro académico del lector (alumno) de estas páginas.

En fin, y ya para terminar, baste decir que la novela que hoy en día puebla los escaparates de las librerías es heredera de la libertad (principalmente temática) que apareció en la narrativa española a partir de 1975. Por el bien de lectores y de escritores, esperemos que dicha libertad no decrezca en el futuro y que el abanico de ofertas y de propuestas sea tan enriquecedor y variado como lo es en el presente.

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA

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