En este clásico del autor portugués, José
Saramago (Premio Nobel de 1998) nos describe su
particular visión de la condición humana; nuestro trato con el mundo que nos ha
tocado en suerte poblar; nuestras relaciones con las personas condenadas a ser
nuestros semejantes. En La caverna el autor recupera uno de los momentos
fundacionales de la filosofía occidental: la caverna de Platón (Libro VII de La
República). Un grupo de personas crecen y mueren inmersos en una caverna,
maniatados y sentados ante una pared por donde desfilan las sombras de objetos
y personas. Ese es todo su mundo; nunca han visto la realidad sino su reflejo.
Saramago es un autor serio y consciente de
su trabajo. Prueba de ello es el peculiar aspecto (o estilo) de sus novelas: el
lector no va a encontrar en ellas ningún signo de exclamación o interrogación;
ni un guión que marque los diálogos; ni un paréntesis que suponga un inciso o
reflexión; ni unos puntos suspensivos que anticipen una esperanza o un temor.
Saramago escribe de corrido: las descripciones se unen a las intervenciones de
los personajes; los incisos del narrador omnisciente parecen no respetar las
leyes (“no escritas”) de la narración, y lo pueblan todo, dirigiendo nuestros
gustos y nuestra mirada. Por todo ello es de suponer que nunca será un autor de
best-sellers (que conste que no estoy en contra. Todo el mundo tiene
derecho a ganarse la vida como mejor pueda o sepa), una simple hojeada y/u
ojeada a sus libros ¾interminables
párrafos de letra comprimida; ni la esperanza a la rapidez lectora y la
aparente relajación que nos dan los fragmentos de diálogo¾ es suficiente para rechazar la lectura. Porque el lector de
Saramago o bien ya lo conoce o bien es un ser con claras tendencias al
masoquismo, o quizás es un valiente.
Dicho lo cual debo admitir que no soy ni
valiente ni inclinado a ciertos gustos: conozco a Saramago. Y por ello sé que
bajo este denso andamiaje se ocultan siempre argumentos sencillos y directos.
En La caverna la historia presentada nos es próxima: una alfarería,
regentada por Cipriano y su hija Marta, ve como su labor es ya innecesaria para
el Centro ¾enorme y caníbal hipermercado¾. A pesar de los intentos por sacar adelante la vieja alfarería,
el nuevo mundo representado por el Centro es implacable. Cerrada la pequeña
industria manual, Cipriano y Marta acceden a vivir en las instalaciones de su
destructor, donde Marcial, el marido de ella, trabaja de guarda de seguridad.
La vida, entonces, se convierte en una eterna espera, en una pasividad e
inmovilidad donde los seres humanos somos como los personajes platónicos: no
pensamos, no tenemos necesidad de salir, de abandonar y romper con todo; la
sociedad y el sistema ponen a nuestra disposición las distracciones y, por
ende, las ideas , y nosotros únicamente debemos consumir y pensar como el
resto; atados ante una pared por donde desfilan las sombras de la realidad. El
final de la novela es ¾como ya
lo fuera en las anteriores¾ tan
abierto como esperanzador.

El mensaje se muestra transparente: vivimos
en un mundo donde cada vez pensamos y reflexionamos menos; donde cada vez
obramos con menos libertad; donde cada vez son más los factores que pretenden
(y lo consiguen) dirigirnos. Pero, ¿sabemos realmente pensar y obrar
libremente? ¿qué significa “libremente”?. El final es tan hermoso como ingenuo.
Saramago no se pronuncia sobre el destino sus creaciones: acaso no exista, o
acaso no sea lo más importante.
Sé que Saramago tiene razón; pero debo admitir que yo compré su novela en un centro comercial. Sé que Saramago acierta
en sus reflexiones; pero también sé que si yo hubiera escrito una novela de y
con estas características, el sistema ¾el mismo que el autor critica¾ no me la hubiera publicado. ¿De qué nos quejamos? ¿Qué
criticamos? ¿Somos como el perro que muerde las manos que le dan de comer?
¿Quién o qué nos impide salir de la caverna en que vivimos: nuestra falta de
deseos, o los grilletes que nos han impuesto?
José Saramago,
La caverna
Ed. Alfaguara, Madrid, 2000. 454 págs.