Lamentablemente, la obra del italiano
Leonardo Sciascia (1921-1989) es ignorada por la gran mayoría de los lectores
españoles. Figura fundamental de la novela italiana de postguerra, su
producción se ha visto, quizás, ensombrecida por la de autores de su generación
como Moravia, Calvino o el fugaz y prodigioso Lampedusa. A partir de los años
70 su obra tuvo cierta revalorización cuando sus dos mejores novelas fueron
adaptadas al cine: Todo modo y El contexto. A España llegó
también en esa década a través de la editorial Noguer; aunque sería Tusquets
quien, en la década siguiente (y hasta el presente), tiene el firme propósito
de publicar la casi totalidad de sus novelas a través de la Colección Andanzas
y la Colección Fábula.
En El Consejo de Egipto, obra de
1963, Sciascia muestra ya las virtudes que habrían de emerger plenamente en su
obra posterior. Una capacidad grandiosa de fabulación, una sutil ironía, una
aparente ambigüedad ideológica que irremediablemente desemboca en la denuncia
de la injusticia. El argumento de la obra no tiene desperdicio: en la Sicilia
de finales del siglo XVIII, la sociedad —sobre todo la nobleza— palidece ante
los horrores que pueden provenir de la vecina Francia revolucionaria. La
Ilustración todavía no ha llegado a aquellas latitudes y la superstición campa
a sus anchas. Aprovechándose de una casualidad, el abate Vella, ambicioso y sin
escrúpulos, finge traducir un antiquísimo códice escrito en árabe —«El Consejo
de Egipto»— donde se ponen en entredicho los provilegios de la aristocracia
siciliana en beneficio del poder Real y monárquico. El fraude —pues no existe
tal códice, sino que es el mismo traductor quien lo inventa y escribe empleando
una jerga propia— va a remover los cimientos de la sociedad palermina; y el
abate Vella va a ver engordar sus arcas a cambio de ciertos “favores
históricos”. Todo es, desde luego, un dislate y una comedia que el abate va a
continuar durante más de una década. Los aristócratas ven perder sus feudos y
privilegios, igualándose con la plebe que ha de pagar los correspondientes
impuestos a la Corona; mientras el abate Vella va dando esperanzas según las
dádivas que le llegan. La objetividad de la Historia, parece decirnos Sciascia,
es un espejismo; irónica y tristemente, la Historia pertenece y beneficia a
aquellos que pueden pagarla. La traducción del «Consejo de Egipto», su
redacción última, dependerá de los deseos caprichosos del abate Vella. La Historia, es obvio, la escriben siempre los vencedores.
Pero nuestros actos precisan de testigos
que los alaben. Y así, el abate Vella prefiere salir del anonimato de ser un
simple traductor para convertirse en un extraordinario fabulista y creador; por ese motivo, no
duda en revelar su fraude, porque necesita demostrar su valía como inventor de
supercherías.
Paralela a esta trama se desarrolla otra
más trágica. Un abogado de la ciudad, el venerado Di Blasi, pretende realizar
una revolución en pro de la Razón. Traicionado y apresado, será decapitado tras
sufrir crueles torturas. La descripción del juicio, alternado con los
tormentos, nos da una idea de la frágil y aleatoria Justicia que gobierna la
ciudad. Un tema, este de la Justica, en el que Sciascia reincide en todas sus
novelas (cfr. 1912+1 o Puertas abiertas, que también reseñé en este blog).
El abate Vella y el abogado Di Blasi
presentan dos modos paralelos de intentar la Revolución (o al menos de
pretender que la sociedad feudal imperante desaparezca); pero Di Blasi es
ingenuo y crédulo, y confía a ciegas en la fuerza de la Razón. El abate Vella,
más realista y más avispado, sabe que la Revolución en imposible, que la
superstición del pueblo sólo se puede acallar con una nueva superstición (el
fraudulento «Consejo de Egipto»), y desde luego nunca con la Razón. Tancredi,
el sobrino del príncipe Fabricio —el protagonista de El Gatoparto, la gran novela sobre Sicilia— lo expresó de un modo inolvidable: «Si
queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie». La oración
deviene en axioma, lamentablemente.
Leonardo Sciascia,
El Consejo de Egipto, Tusquets Editores, Barcelona. 194 páginas.