DESTILANDO FANTASMAS

Mañana, día 23 de mayo, Destilando fantasmas llega a las librerías virtuales.

Aquí va un adelanto.


Bonn (Alemania), otoño de 1935

  
      —Han sido unos valientes —afirmó el
profesor Franz Kellermann.
    —Han sido unos valientes porque están
lejos de aquí. Esa es, en cierto modo, su valentía. Y además —aclaró Herman
Schlegel—, el pobre Ossietzky nunca recogerá el premio porque está muriéndose
en un sucio hospital carcelario.
     Un comité designado por el Parlamento
noruego había otorgado el Premio Nobel de la Paz al periodista y pacifista Karl
von Ossietzky. Nadie se desplazaría a Oslo a recogerlo, pues desde 1932 el
galardonado permanecía encarcelado por sus críticas al gobierno
nacionalsocialista. Y mientras los políticos escandinavos lanzaban un pulso al
III Reich, Ossietzky, víctima de la tuberculosis, moría lenta pero
irreversiblemente entre accesos de tos y vómitos de sangre, bajo la férrea
vigilancia de enfermeros y carceleros.
     Anochecía. Los viandantes habían
comenzado a desaparecer. Algunos paseantes, desafiando la noche gélida, se
defendían de las bajas temperaturas alzando las solapas de sus abrigos y
chaquetas, inclinando hacia delante las alas de sus sombreros. Desde el río se
levantaba una tenue niebla que paulatinamente iba adquiriendo más consistencia.
A través del amplio ventanal de la cafetería, sumergido en el ambiente tibio y
acogedor de las conversaciones, el profesor Franz Kellermann presintió que en
unos minutos la bruma sería un manto denso e impenetrable. Tenía que volver a
casa.
    —También Mann se fue... Ahora está en
Suiza, o quizá más lejos. —Eran unos pensamientos en voz alta, sin ningún
destinatario concreto. Un desahogo todavía permitido en un país donde unas
leyes absurdas, crueles y racistas lo habían privado de sus clases en la
universidad. Desde la muerte de su esposa, Kellermann solía pensar en voz alta,
sin hablar a nadie en particular. Sus conocidos lo sabían y lo aceptaban. Las
grandes desgracias conceden ciertos privilegios a quien las sufrió.
    El profesor Kellermann dio el último
sorbo a su café y dejó la taza sobre la mesilla redonda, pequeña, atiborrada de
platos, periódicos, ceniceros y vasos. Siguió pensando en voz alta.
    —Hesse hace tanto que se marchó... que
ya casi nadie lo recuerda. También salieron de aquí Brecht... y Weill... Aquí
ya no queda nadie.
     —Solo ustedes... —Concluyó Karl-Wolfgang
Forster, el más joven de los tres: el antiguo alumno que se resistía a perder
drásticamente el contacto con sus profesores, con sus amigos.
    —Los más tontos, los últimos monos.
—Ahora era Herman Schlegel quien vertía su rabia contenida sobre la mesa y los
contertulios.
     —Rebeca es todavía una niña... demasiado
pequeña para un viaje tan largo —dijo Kellermann.
     —¡Excusas! —Schlegel se mostraba
enfadado— Eso mismo dijiste al principio de todo. Y ya han pasado más de dos
años. El tiempo suficiente para que todos se fueran. ¡Todos! menos nosotros.
     —Entonces la situación era bien
diferente...
   —Desde luego que sí. Teníamos un
trabajo, unos estudiantes que querían imitarnos, que nos escuchaban cada día en
silencio, ensimismados. Y se nos respetaba. Teníamos una vida: ahora solo nos
queda huir, ocultarnos tras las persianas, bajar de la acera cuando nos
cruzamos con un maldito fantoche con uniforme y brazalete. ¿Qué demonios
hacemos aquí, Franz?
    Nadie respondió.
    Como era de prever la niebla se había
convertido en una sábana cuya blancura cegaba al caminante hasta extraviarlo.
Lentamente —tenía todo el tiempo del mundo— el profesor Kellermann se levantó
de su silla. El joven Karl apagó su cigarrillo y lo imitó. Schlegel los miraba
sentado, alzando el cuello, con una expresión de resignación y de tristeza.
   —Me voy a casa. Es tarde. Quiero darle
un beso a Rebeca antes de que se acueste —dijo Kellermann.
    El espesor de la niebla les impedía ver
más allá de sus narices, y el frío les obligaba a encoger los hombros buscando
un mínimo de abrigo y de protección. Los tres hombres caminaban muy juntos,
como si quisieran compartir el poco calor corporal que emanaban. De cuando en
cuando se detenían, intentaban reconocer una fachada, el letrero de alguna
calle, el escaparte de una tienda que pudiera servirles de referencia. Las
farolas, ya de por sí escasas, vertían una luz lechosa e insuficiente que
apenas podía abrirse camino entre la selva blanca y húmeda que parecía
engullirles.
    —¿No nos habremos perdido, verdad?
—Schlegel era el más pesimista de los tres.
    Kellermann sonrió y no respondió. Schlegel
volvió a insistir en su pregunta.
    —No se preocupe, profesor —contestó
Karl—. Vamos bien. Primero paramos en casa del profesor Kellermann y luego en
la suya.
    —¿Y tú, muchacho? —Había cierta
preocupación en la pregunta de Kellermann.
    —No se molesten por mí... En un momento
estoy de vuelta en casa —podía haber añadido «al fin y al cabo, yo soy alemán»;
pero le pareció de mal gusto aquel comentario—. Me conozco el camino con los
ojos vendados.
    —Esta es una venda blanca; pero igual de
efectiva —añadió Kellermann.
   De repente los faros de un automóvil se
abrieron paso a través de las volutas de niebla. Pasó silbando ante ellos y más
adelante, apenas cien metros, dio un frenazo. Los tres hombres se detuvieron y
se pegaron a la fachada más cercana, en silencio.
   Muy pronto oyeron los gritos y las
canciones, las puertas que se abrían y cerraban, las botas golpeando sobre los
adoquines húmedos y resbaladizos. Muy pronto sintieron el miedo que les
atenazaba las piernas y les impedía moverse, correr, huir de la furia que iba a
desatarse de un momento a otro.
   Entonces llegó el ruido de los cristales
rotos. Los golpes se repetían alternados con carcajadas monstruosas
intensificadas por la invisibilidad en que la niebla lo había envuelto todo.
Una luz se encendió en el interior de la vivienda. Solo en ese momento, los
tres viandantes alcanzaron a apreciar, en los pedazos de vidrio que colgaban de
la parte alta del escaparte,  los trazos
quebrados de unos insultos pintados sobre el cristal, y los rasgos inequívocos
de la estrella de David.
   —Son las Fuerzas de Asalto —musitó Karl.
   —Son unos asesinos que tienen permiso
para incendiar la ciudad... si quisieran —Schlegel no era un hombre alegre
porque no había ninguna razón para serlo.
   Armados de palos y barras de hierro,
aquellos individuos cuidadosamente uniformados entraron en la tienda a través
de la luna rota. Y justo en ese momento se abrió una puertezuela que apenas se
apreciaba, junto al escaparate hecho añicos. Un pequeño recuadro de luz iluminó
la acera, abriéndose camino entre la bruma. Comenzaban a oírse los gritos de
miedo y de dolor, las risas y los cantos de prepotencia, los golpes de los
palos y las barras metálicas: el estruendo de la destrucción del débil y del
indefenso.
   Los tres hombres, paralizados por el
miedo y la curiosidad, vieron la pequeña figura de un niño deslizándose
lentamente por la puerta abierta. Tenía el cabello revuelto y temblaba quizás
de terror o tal vez de frío, porque únicamente vestía una larga camisa de
adulto que le llegaba hasta las rodillas. Andaba descalzo. Cuando cruzó
completamente el umbral, echó a correr.
    Kellermann notó el golpe en el vientre.
El niño había estado corriendo y mirando hacia atrás, temiendo que alguien lo
siguiera. La niebla, la oscuridad, el frío y la prisa habían provocado el
encontronazo. Karl sostuvo al profesor e impidió que este cayera; pero el niño
salió despedido hacia atrás y rodó por la acera. Luego se levantó de un brinco,
miró con ojos infantiles y de asombro a los tres hombres que parecían haber
surgido de la nada, y reanudó su huida.
   —¡Muchacho! —gritó Schlegel, pero
inmediatamente advirtió su imprudencia. Lo que añadió después lo dijo
únicamente para sus dos compañeros—. Se le ha caído esta bolsa.
     Sostenía en la mano un pequeño saquito de
terciopelo, atado en un extremo con una cuerda. El muchacho se perdía en la
blancura de la niebla. Por un momento las plantas de sus pies lanzaron un
destello de humedad que recordó el golpe de un látigo o un relámpago velocísimo
que intentara abrirse camino entre la densa bruma. Fue lo último que vieron de
él.
    —¿Qué es? —preguntó Karl acercándose.
    Habían vuelto a la acera, con las
espaldas pegadas a la fachada de un edificio invisible. En la tienda seguían
los gritos de dolor y de crueldad. Schlegel se afanaba en deshacer el nudo.
    —Sea lo que sea... pesa lo suyo. —Palpó
la bolsa—. Parece una bola... —Rectificó—. No, un cuadrado algo irregular...
    Por fin había conseguido desatar la
cuerda y ahora buscaba en el interior del saquito. Cuando extrajo la mano, los
tres hombres sintieron que el corazón se les aceleraba.
    —¡Cielo santo! —dijo Kellermann—. Es el
diamante más grande que he visto en mi vida.
    Y era cierto.
    Entonces el estruendo y el fogonazo de
un disparo surgieron del escaparate destrozado. Y durante unos segundos —que
parecieron horas— el silencio más absoluto se adueñó de la calle y del interior
de la vivienda.
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Jose Payá Beltrán
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