FANTASMAS DEL INVIERNO, de Luis Mateo Díez
el siguiente chiste: «En pleno invierno de postguerra española, un hombre,
tiritando de frío, comenta a su compañero: ¡Qué ganas tengo de que llegue el
verano para solo pasar hambre!». Una vez cierro esta (ya) vieja novela de Luis Mateo
Díez (Villablino, León, 1942) es la sensación del frío, del hambre, del
silencio y del servilismo más patético y denigrante la que me atenaza. A lo
largo de 100 capítulos agrupados en tres partes, Mateo Díez realiza todo un
ejercicio de encaje de bolillos para hacer desfilar ante nuestros ojos una
cantidad ingente de personajes (todos, como siempre, con esos nombres tan
peculiares y queridos al autor) que arrastran sus miedos, sus frustraciones y
sus remordimientos en una ciudad ya mítica, Ordial.
Fantasmas del invierno es, como todas las novelas del académico Luis Mateo Díez, una obra
difícil bajo una apariencia de lo más sencilla; o lo que es lo mismo: un lobo
con piel de cordero. No hay experimentos editoriales ni extensos párrafos
digresivos (pienso en las producciones de Muñoz Molina o Javier Marías,
por poner un ejemplo); por contra, la prosa de Mateo Díez discurre de una manera “visualmente” sencilla. La
dificultad proviene de otro ámbito: su discurso se forja a modo de mosaico, narrando los hechos desde puntos de vista diferentes. Junto a
la narración canónica realizada en tercera persona, el autor intercala
fragmentos en primera persona procedentes del diario íntimo de Voldián Peña,
uno de los personajes. Sucesos cuya narración se ve truncada, se resuelven
decenas de páginas más adelante, acoplándose como las piezas de un mecano. Díez vuelve a jugar con el lector al presentar una narración elíptica que
deviene en mecanismo de perfección y donde no parece sobrar una pieza. Pero no
es sencillo hacerlas encajar: el lector ideal del autor leonés es un “lector
macho” a la manera de Cortázar. El disfrute no va reñido con la actividad y el
trabajo; el ocio y la relajación no existen en las lecturas de las novelas de Luis Mateo Díez. De ahí, quizás, que resulte de difícil acceso al gran público.
difícil bajo una apariencia de lo más sencilla; o lo que es lo mismo: un lobo
con piel de cordero. No hay experimentos editoriales ni extensos párrafos
digresivos (pienso en las producciones de Muñoz Molina o Javier Marías,
por poner un ejemplo); por contra, la prosa de Mateo Díez discurre de una manera “visualmente” sencilla. La
dificultad proviene de otro ámbito: su discurso se forja a modo de mosaico, narrando los hechos desde puntos de vista diferentes. Junto a
la narración canónica realizada en tercera persona, el autor intercala
fragmentos en primera persona procedentes del diario íntimo de Voldián Peña,
uno de los personajes. Sucesos cuya narración se ve truncada, se resuelven
decenas de páginas más adelante, acoplándose como las piezas de un mecano. Díez vuelve a jugar con el lector al presentar una narración elíptica que
deviene en mecanismo de perfección y donde no parece sobrar una pieza. Pero no
es sencillo hacerlas encajar: el lector ideal del autor leonés es un “lector
macho” a la manera de Cortázar. El disfrute no va reñido con la actividad y el
trabajo; el ocio y la relajación no existen en las lecturas de las novelas de Luis Mateo Díez. De ahí, quizás, que resulte de difícil acceso al gran público.
En Fantasmas del invierno no hay un
hilo argumental que prevalezca, una columna vertebral que sostenga el edificio
de la novela, a menos que aludamos a la sensación de miseria (económica, moral,
física e, incluso, geográfica) que puebla sus más de 300 páginas. En el
invierno de 1947 la nieve no deja de cubrir la ciudad de Ordial. El hambre no
solo atenaza a sus pobladores, incluso los lobos que viven en las sierras
circundantes deben bajar a la ciudad o bien para buscar comida
desesperadamente, o bien para domesticarse y recibir las dádivas pertinentes.
Durante esos meses varios sucesos soliviantan a la población: a la invasión de
los lobos se une el asesinato de un niño del hospicio y la entrevista, en una
emisora clandestina, que concede alguien que dice llamarse el Diablo. Junto a
estos grandes trazos, el escritor hace desfilar ante nuestros ojos gran
cantidad de personajes y situaciones.
hilo argumental que prevalezca, una columna vertebral que sostenga el edificio
de la novela, a menos que aludamos a la sensación de miseria (económica, moral,
física e, incluso, geográfica) que puebla sus más de 300 páginas. En el
invierno de 1947 la nieve no deja de cubrir la ciudad de Ordial. El hambre no
solo atenaza a sus pobladores, incluso los lobos que viven en las sierras
circundantes deben bajar a la ciudad o bien para buscar comida
desesperadamente, o bien para domesticarse y recibir las dádivas pertinentes.
Durante esos meses varios sucesos soliviantan a la población: a la invasión de
los lobos se une el asesinato de un niño del hospicio y la entrevista, en una
emisora clandestina, que concede alguien que dice llamarse el Diablo. Junto a
estos grandes trazos, el escritor hace desfilar ante nuestros ojos gran
cantidad de personajes y situaciones.
En una escena cómica y trágica asistimos a
la inauguración de un pantano y al peculiar banquete que los gerifaltes locales
ofrecen al Caudillo; nos sumergimos en el diario de Voldián, el boticario,
quien utiliza la literatura para acallar los fantasmas del remordimiento;
contemplamos la figura lánguida y atemorizada del morfinómano Oridio; dudamos
ante la esquizofrenia del aviador alemán Klüber; sonreímos con los trapicheos
del estraperlista Benicio el Cojo; nos compadecemos ante las vicisitudes de los
carteristas Emilio y Mansalva; la expresión triste de la prostituta Dorela
parece esconder un secreto que queremos desvelar; los subterfugios del topo
Marisma y sus salidas nocturnas son la ración de angustia que necesitamos para
no abandonar la lectura; nos identificamos con la figura parsimoniosa y los
paseos y las deducciones del comisario Moro.
la inauguración de un pantano y al peculiar banquete que los gerifaltes locales
ofrecen al Caudillo; nos sumergimos en el diario de Voldián, el boticario,
quien utiliza la literatura para acallar los fantasmas del remordimiento;
contemplamos la figura lánguida y atemorizada del morfinómano Oridio; dudamos
ante la esquizofrenia del aviador alemán Klüber; sonreímos con los trapicheos
del estraperlista Benicio el Cojo; nos compadecemos ante las vicisitudes de los
carteristas Emilio y Mansalva; la expresión triste de la prostituta Dorela
parece esconder un secreto que queremos desvelar; los subterfugios del topo
Marisma y sus salidas nocturnas son la ración de angustia que necesitamos para
no abandonar la lectura; nos identificamos con la figura parsimoniosa y los
paseos y las deducciones del comisario Moro.
Son muchos más los personajes y los
acontecimientos que pueblan el invierno eterno de Ordial. Un desfile más
trágico que cómico de vidas grises, truncadas y cojas en una ciudad de
provincias donde ni siquiera la nieve puede hacer desaparecer el olor a col
hervida, el hedor a hambre, a miedo...
acontecimientos que pueblan el invierno eterno de Ordial. Un desfile más
trágico que cómico de vidas grises, truncadas y cojas en una ciudad de
provincias donde ni siquiera la nieve puede hacer desaparecer el olor a col
hervida, el hedor a hambre, a miedo...
Luis Mateo Díez,
Fantasmas del invierno, Alfaguara, 2004. 362 págs.