Este género novelístico llegó a Europa a través, obviamente, de la
cultura inglesa: Charles Dickens (Casa
desolada, El misterio de Edwin Drood)
y Wilkie Collins (La piedra lunar y La mujer de blanco) serían los
principales valedores, aunque tampoco hay que dejar de reseñar obras como Un asunto tenebroso, del novelista
francés Honoré Balzac, y Monseiur Lecocq,
de Emile Gaboriau.
La traducción al francés —a cargo del poeta Charles Baudelaire— de
los cuentos de Edgar Allan Poe, Historias
extraordinarias, en la década de 1870, supondría un soberbio empuje para el
posterior desarrollo de la novela que aquí tratamos. No obstante, los coetáneos
de Baudelaire prestaron más atención a los relatos de terror que a aquellos con
planteamientos detectivescos.
Un segundo hito tuvo lugar en 1887, cuando la revista londinense Beeton’s Christmast Annual publicó la
novela Estudio en escarlata. Su
autor, Arthur Conan Doyle, un médico con escasa clientela, la había escrito dos
años antes y se había visto forzado a vender sus derechos de autor por
veinticinco libras esterlinas. De este modo tan prosaico y discreto surgía una
de las figuras literarias más reconocidas en todo el mundo: Sherlock Holmes. Es
el primer peldaño para convertir a este personaje de estrambótico nombre en la
primera gran figura del género policiaco. Todo el lastre romántico (sucesos
extraordinarios, situaciones lacrimógenas, finales impactantes e inverosímiles)
y realista (descripciones farragosas, especial interés en los detalles más
folclóricos, diálogos interminables) desaparecerá: las historias protagonizadas
por Sherlock Holmes (cuatro novelas y cincuenta y seis relatos) siguen siempre
el mismo patrón: un ingenuo doctor Watson narra cómo su amigo Holmes consigue
(deduciendo, induciendo) la solución del problema a partir de los elementos o
sucesos más triviales. Es el inicio del mundo científico (el positivismo y el
cientificismo de Auguste Comte) y Holmes es su principal valedor.
Durante varias décadas van a proliferar infinidad
de detectives bajo la inmensa sobra de Sherlock Holmes. Estos son unos cuantos
de las decenas que seguirán, con mayor o menor fortuna, los pasos del famoso
personaje: el vehemente Martin Hewitt (creado por Arthur Morrison), el elitista
Eugène Valmont (de Robert Barr), el pedante profesor Augustus S. F. X. Van
Dusen (obra del malogrado Jacques Futrelle, que falleció en el hundimiento del Titanic), el penetrante periodista
Rouletabille (creado por Gaston Leroux), el doctor Thorndyke (con unos
originales planteamientos —al modo del más reciente Colombo— de Austin
Freeman), el maravilloso padre Brown (del no menos genial G. K. Chesterton), el
ciego Max Carrados (original creación de Ernest Bramah)… la lista podría ser
interminable. La aparición de Sherlock Holmes fue como una enorme piedra arrojada
a un inmóvil lago que generó una inmensidad de ondas que llegan hasta hoy.