ALICANTE: ¡BIENVENIDOS AL PARAÍSO!

Aunque yeclano de nacimiento, Claudio Cerdán (1981) lleva camino de
convertirse en el radiólogo de las cloacas de la ciudad de Alicante. Sus dos
últimas novelas —esta que aquí reseñamos y El
país de los ciegos
(Ediciones Ilarión, 2011)— componen un díptico que tiene
como escenario la capital levantina. O, para ser más exactos, los desagües, la
nocturnidad, el lumpen y la corrupción omnipresente de la urbe.
Alumno aventajado del maestro Mariano Sánchez Soler, quien en sus cursos
y talleres de novela negra advirtió el nervio y la garra de este joven de
aspecto delicado, Claudio Cerdán es consciente de que, en el mundo de la novela
negra, la calidad ha de venir avalada por la búsqueda de la brevedad y la
concisión, por la palabra como un disparo a bocajarro y a sangre fría. Por ello
su prosa se adelgaza hasta el esqueleto o, mejor, hasta los nervios y los
músculos, pues de esto están formadas sus historias.
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Si en El país de los ciegos
eramos testigos asombrados de las sangrientas peripecias de un matón tuerto y
sentimental, Juan Ramón Durán, en
Cien
años de perdón
(el autor ha echado mano del refranero español como marca de
la casa) el protagonista es Antonio Ramos, Mierda de Perro, un corrupto
inspector de policía ya entrevisto en la primera novela pero que aquí se
convierte en eje y voz de la trama (el empleo de la primera persona y el uso
del tiempo presente son otros de los rasgos que hermanan ambas narraciones). La
acción se desarrolla durante diez días intensos y sangrientos, donde Claudio
Cerdán nos describe los desmanes y los pensamientos, no siempre reconfortantes,
del inspector protagonista quien, además de lidiar con un psiquiatra que
pretende vaciar su (mala) conciencia, una familia desestructurada y desquiciada,
unos vecinos violentos, unos conciudadanos poco aconsejables, unos colegas no
siempre muy legales, tendrá que vérselas con la mafia rusa, un psicópata
asesino de mujeres, un periodista metomeentodo, la resolución de una masacre
familiar y un colega, Marc Fons, con el cerebro rebosante de violencia
contenida.
Cerdán dibuja con trazo firme y eficaz una ciudad nocturna y desatada, el
andamiaje que sostiene el paraíso mediterráneo, la verdad sobre la que se
cimienta la prosperidad urbanística, el embrutecimiento de una sociedad que no
cree en nada ni en nadie, que es consciente de que el mundo se mueve por amor:
el amor al dinero. Alicante se nos presenta como la metáfora de aquello que se
oculta bajo toda gran ciudad. Como Mariano Sánchez escribió: «El Alicante de
Claudio Cerdán puede ser Poisonville, la ciudad ponzoñosa de Dashiell Hammett.
El Alicante-escenario de Cerdán no es una referencia malientecionada. El
Alicante de Claudio Cerdán no es esa
ciudad, sino la esencia de una ciudad, de cualquier urbe donde se maneja dinero
fácil».
La ciudad paradisíaca se convierte en un vertedero gigantesco formado por
apartamentos con las paredes de papel, avenidas inconclusas y, bajo todo ello,
el afán de lucro ilegal, las corruptelas urbanísticas y los desaguisados
arquitectónicos.
Cabría achacarle, no obstante, algunos inconvenientes (pocos): la
proliferación de tacos y exabruptos, de comparaciones y metáforas impactantes
cuya validez se pierde por culpa del exceso; un cierto gusto a “ya visto”: el
Ellroy de L.A. Confidencial (en el personaje
del periodista, por ejemplo); el José Prata de Los cojos bailan solos (en el policía psicópata); el Siodmark de El beso de la muerte (en el asalto al
furgón); el Peckinpah de Quiero la cabeza
de Alfredo García
…; la exageración y la hipérbole argumental, junto a la
acumulación de muertes por metro cuadrado y la descripción provocativa, terminan
bordeando lo inverosímil y (casi) el ridículo.
A pesar de ello (o por todo ello, dirán algunos), Cien años de perdón es una novela admirablemente bien escrita, no
apta para un lector habituado a melifluos best sellers pseudopornográficos, a
novelas dibujadas con plumas Parker sobre papel de fumar. Su prosa supura rabia
y mala leche a partes iguales, y su lectura aconseja la toma de Álmax u otro
antiácido.
Cerdán, como un Balzac, parece tener la pretensión de crear un fresco
urbanita, una “Comedia Humana” donde los personajes de sus obras (de las dos
que ahora hay y las que, esperamos, vengan) aparecen y desaparecen en unas y
otras, se entrecruzan y se confunden: el inspector Ramos, el Tuerto Durán,
Farlopero López, los hermanos Organov, el psiquiatra Cortés, el periodista
Roger Escudero… a los que se añaden un famoso actor —el Zorro—, un fraudulento
gurú —Zox—, un drogadicto con ínfulas de redentor —Jesús Cristo—, un empresario
sin escrúpulos —Yaroslav—, y decenas más de personajes que pueblan, pululan,
abarrotan esta novela sin dejar ni un segundo de respiro al lector.
Cien años de perdón se suma a novelas recientes (o no tanto) que han venido a tomar la
ciudad de Alicante (y su provincia) como “escenario negro”: pienso en Alacant Blues y en Nuestra propia sangre, de Mariano Sánchez Soler; en El Geòmetra, de Josep-Lluís Rico i
Verdú; en El asesino del pentagrama,
de Sergio Mira Jordán; o en Puzle de
sangre
, de Mario Martínez Gomis y J. P. B.
No es una novela
optimista, de esas que dejan un buen sabor de boca. Cerdán no lo pretende, y
eso se nota desde las primeras líneas. No hay esperanza, parece decirnos el
autor. Frente, por ejemplo, al final optimista de Puzle de sangre donde la sonrisa es la bisabra que abre la puerta
de la ilusión en un porvenir más dichoso, en Cien años de perdón no hay ni un resquicio para la alegría. El
final —duro y sin concesiones— nos recuerda que la vida es una selva y que el ser
humano es un depredador más.
Cien años de perdón, Claudio Cerdán.
 Ediciones Versátil, 2013.
354 páginas.

Jose Payá Beltrán
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