¿A QUIÉN DEMONIOS LE IMPORTA EL CUADRO?

      Todas las ideas nacen de la observación. En primer
lugar, aprehendemos una realidad y más tarde procedemos a extraer ideas, teorías,
dudas, hipótesis a partir de dicha realidad.
       Hace ya un tiempo que —tras observar algunas acciones
del ser humano— me va dando vueltas una teoría que me gustaría compartir con
vosotros. Como todas las teorías estoy seguro de que tendrá sus defensores y
también sus detractores. Tampoco importa mucho si unos son mayores en número
que los otros, o viceversa. Digamos, para no motivar ninguna discusión, que lo
que viene a continuación es una reflexión que quizás tuvo que quedarse en el
interior de mi magín y que, sin embargo, comparto con vosotros.
      El desencadenante llegó el sábado 11 de octubre de 2014
cuando, tras abrir el diario El País
por la página 40 me topé con la fotografía que aquí debajo reproduzco.
 




















     La imagen me impactó: decenas de cabezas y decenas de
teléfonos móviles y cámaras fotográficas apuntando hacia la figura impertérrita
de La Mona Lisa. Y la idea que
durante mucho tiempo había estado dando tumbos en mi cabeza surgió de golpe al
contemplar la imagen: ¿a quién demonios le importa el cuadro?
      A mí me parece
que hoy en día la gente no va a los museos para ver cuadros (u otros objetos de
arte que allí suele haber); la gente acude a los museos no para contemplar
cuadros, sino para que los demás sepan que han visitado el museo. ¿Por qué, si
no, esa necesidad de comunicarlo, de darlo a conocer, de fotografiar sin cesar?
Y lo que es más importante: de enviar la imagen a los conocidos.
    He acudido en mi vida a muchos museos, y en todos
ellos he adquirido el catálogo correspondiente: quizás no vuelva a ir a ninguno
de ellos puesto que puedo contemplar con más detenimiento y más tranquilamente
los cuadros en los catálogos, sentado ante la mesa de mi despacho, sin
interferencias. ¿O acaso los señores que se amontonan para sacar fotos a La Gioconda (no para contemplarla) la
ven mejor que yo en mi casa, con el libro sobre la mesa, con la posibilidad
incluso de usar una lupa para advertir mejor ciertos detalles?
      Es un hecho que cada vez se va acentuando más: la
gente no quiere viajar, desea llegar a los sitios (que no es lo mismo) y, sobre
todo, desea que los demás sepan que ha ido a esos sitios. Me viene a la memoria
un fragmento del primer libro de En busca
del tiempo perdido
, de Marcel Proust, donde el narrador se recrea en el
viaje (no en el destino); me viene a la memoria la sentencia de Blaise Pascal
en torno a la importancia de la caza frente a la de la presa.
      Volvamos a los museos: me pongo a sacar cuentas y los
números no cuadran. Me informo de que el Museo del Prado recibió el año pasado casi
tres millones de visitas (un poco menos que el Reina Sofía, que llegó a los
3,18 millones). Me comenta una amiga que las salas de conciertos están a
rebosar, que no cabe un alma en una representación operística, que se forman
colas en los teatros… Y no puedo dejar de preguntarme: ¿dónde se mete luego
toda esta gente tan culta? O quizás sea una cultura que da la espalda a otros
objetos culturales, es decir: ¿cómo es posible que los índices de lectura en
este país estén como hace treinta años habiendo treinta veces más
universitarios?

      Y recupero mi tesis para concluir este artículo: lo
importante no es hacerlo, sino que los demás sepan que lo has hecho. Como
sucedía con aquella historia, cuento o leyenda en torno a Ava Gardner y Luis
Miguel Dominguín: ¿de qué sirve acostarse con alguien como Ava Gardner, si no
lo va a saber nadie?
Jose Payá Beltrán
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